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Columna
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Odio y política

Josep Ramoneda

El Gobierno invita a la fiscalía a actuar contra el odio en las redes sociales. El odio ha entrado paulatinamente en campaña, quizás porque algunos piensan que las palabras gruesas, cargadas de connotaciones siniestras, pueden atraer algunos votantes a un espectáculo de plateas vacías. El odio es un sentimiento, una pasión del alma, difícilmente objetivable, forma parte, como el amor, como el resentimiento o como la envidia del arsenal emotivo de un ser precario e inestable. La función de la justicia no está en actuar sobre los sentimientos humanos, está en intervenir cuando se producen hechos tipificados como delitos. Del mismo modo que la tarea del gobernante es la política, no la moral. Esta la debe aplicar a su comportamiento no a moralizar a la ciudadanía, por lo menos en una sociedad liberal. El odio es libre de sentirse. Perseguirlo de principio, antes de que se traduzca en conductas delictivas concretas es peligroso. De tomarse al pie de la letra podría conducir a territorios desgraciadamente ya conocidos: limitación de la libertad de expresión, internamientos en prisiones, correccionales y psiquiátricos, y un largo etcétera.

La función de la justicia no es actuar sobre los sentimientos, sino sobre hechos delictivos

El antisemitismo es una enfermedad del espíritu muy extendida (y lo hemos vuelvo a ver en Twitter con la derrota del Madrid ante el Maccabi) pero a esta como a otras expresiones de odio, hay que combatirlas con la palabra, con la educación, y con una cultura política que no acuda a la construcción de chivos expiatorios (los inmigrantes, por ejemplo) para exorcizar los fracasos, las frustraciones y los errores.

El martes, Dolores de Cospedal acusó al presidente Artur Mas de “fomentar el odio y la división con la mentira”. Dar caña a los dirigentes catalanes siempre da rendimientos electorales. La democracia es reconocimiento del conflicto, es ponerle voz, es confrontación civilizada. Los proyectos políticos marcan diferencias, generan fracturas, por eso tenemos mecanismos para dirimir los desacuerdos: el debate, la deliberación, la negociación y el voto. Descalificar las propuestas de los adversarios como generadoras de odio es una manera preocupante de achicar espacios. ¿Quién decide qué proyecto destila odio y qué proyecto no? ¿En qué momento se llama a la fiscalía?

Del odio al delito hay un trecho y esta distancia hay que respetarla escrupulosamente. Es difícil ponernos de acuerdo en qué es odioso. Para mí es odioso el papel de Gallardón con la ley del aborto, pero no se me ocurre criminalizarlo. El régimen español necesita una reforma a fondo. Los dos grandes partidos —es reveladora la ausencia de la corrupción en la campaña— no están por la labor. El debate del odio es una fuga del Gobierno en una campaña que no moviliza. La pretensión de poner puertas al campo —ahora con Twitter— es siempre inútil y de regusto totalitario. Este país está falto de tradición auténticamente liberal, ni la derecha ni la izquierda lo han sido nunca.

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