Inmigrantes desde el balcón de enfrente
Vecinos de Tánger y subsaharianos a la espera de cruzar a Europa aseguran que ninguna valla podrá frenar sus intentos de dejar atrás la miseria en la que viven
En el centro de Tánger, al otro lado del estrecho, apenas se ven inmigrantes subsaharianos. Están en otros lados pero no en la medina, ni en los parques ni sesteando en el puerto. Tampoco empleados en las cafeterías ni en las muchas obras dispersas de la ciudad. Se les puede ver en las puertas de algún mercado, de la iglesia católica o en el gueto periférico de Boukhalef, pero en grupos reducidos, sin molestar. Desde el mirador Borj Dar el-Baraoud de Tánger, en los días normales, aparece Tarifa ahí en el balcón de enfrente, a 14 kilómetros. Los vecinos y los subsaharianos coinciden. Ninguna valla frenará el ímpetu por cruzar, dejar atrás la miseria y llegar a Europa.
Thiari Abdoulaye cumple todos los requisitos de los inmigrantes irregulares subsaharianos. Es camerunés, lleva dos años vagando por Marruecos para llegar a Ceuta, malvive en Tánger con una mujer enferma y dejó atrás una carrera (dice que es diplomático) y una hija. Solo mira adelante. Y no es exactamente a España. Tiene 36 años y aparece atlético. No tiene papeles y se prepara para dar el salto. Ha visto las imágenes de la valla, conoce los detalles de la tragedia que acabó con la vida de 15 subsaharianos en el Tarajal y no se arredra.
“He estado mucho tiempo esperando este momento. Sé que España ya no es el paraíso y que no está atravesando un buen momento económico, pero tengo una preparación, en mi país no puedo vivir y en Europa sé que en cualquier circunstancia estaré mejor: claro que intentaré cruzar en cuanto pueda, ¿cómo no lo voy a hacer?”. El lamento de Abdoulaye lo refrendan sus tres compañeros. Thiari enseña, además, la bolsita de plástico donde lleva los medicamentos para su esposa. Se los han dado gratis en Cáritas. La organización benéfica y católica es la única de la localidad de la que habla bien aunque tampoco quiere decir abiertamente que los marroquíes sean racistas. Ese es otro problema delicado. No es fácil encontrar colectivos locales que trabajen para ayudar a los subsaharianos en Tánger, la urbe más grande cerca de Ceuta, a apenas 72 kilómetros y una hora de la ciudad autónoma. Preguntados varios abogados especializados en derechos humanos se remiten a colectivos de Rabat, la capital.
Es como un virus, como las ganas de los adolescentes por probarlo todo
Pero claro que entienden en Tánger la atracción por el estrecho de los inmigrantes. Rachif es portavoz de una asociación de defensa de las mujeres bereberes y tiene su tienda típica de chilabas, chales y alfombras casi al límite de la medina con la kasbah, ahí enfrente también de Tarifa. Nació en el Sáhara español pero se considera un nómada. Argumenta que todos somos del lugar que nos hace más felices. Y dice que el sueño de la inmigración no lo detiene nadie: “Es como un virus, como las ganas de los adolescentes por probarlo todo”.
Admed, pequeño empresario, es algo más crítico con los inmigrantes y con España (por cobrar y tardar en dar los visados de turismo a los marroquíes) y mucho menos con su país. Defiende el progreso y los logros del Gobierno marroquí, también en inmigración (primera regularización, retornos pagados, campañas) pero no cree que sean suficientes: “Está claro que el que pasa lo que pasa para llegar hasta aquí no piensa que nosotros vamos a ser el destino final pero ellos también tendrían que ser más conscientes de verdad de cuáles son sus capacidades y opciones”.
Los subsaharianos consumen los días a las afueras de Tánger o cerca de la iglesia de los franciscanos, donde tiene su sede también el arzobispado. No es una referencia cualquiera. En ese edificio trabaja Santiago Agrelo, el arzobispo gallego que se ha enfrentado incluso con el católico Canal 13 por su manera poco humanitaria de abordar el asunto. Agrelo sostiene que, si hay alguna solución a esta crisis, no está en la altura de las vallas, los fosos o las afiladas concertinas. Está más en el nivel de implicación que el primer mundo quiera tener con África. Y se lo ha dicho a todos, autoridades políticas y religiosas. Pero los cameruneses aguardan esta mañana su oportunidad hablando de que el racismo no se cura con campañas como la que ha puesto en marcha estos días por primera vez el Gobierno de Marruecos (“No me llamo negro”) sino viajando. Lo hacen a las puertas de una panadería esperando lo que caiga en un barrio que los tangerinos conocen como El 77, porque entienden que está muy lejos del centro. No está tan alejado.
Lejos, a 11 kilómetros, junto al aeropuerto, sí está Boukhalef. No es un gueto clásico. Es más moderno. Es un distrito de bloques blancos, de cinco alturas, que el Gobierno marroquí pensó y edificó rápido con 2.000 viviendas para erradicar las chabolas en las que vivían sus ciudadanos más pobres. Ahora conviven con grupos de subsaharianos. Pero en diciembre pasado estalló el conflicto y hubo manifestaciones porque un joven camerunés se precipitó por un balcón y murió en el transcurso de una redada policial. Habían sucedido otros dos casos similares en los últimos meses. Ahora ya no hay chabolas, el barrio parece en calma y la policía se despliega en los cruces pero para regular el tráfico hacia el aeropuerto. Llega otra vez de visita oficial el Rey.
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