_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Paz y movimientos sociales

Josep Ramoneda

No criminalicen a los movimientos sociales. “Que haya paz social en este país me resulta asombroso”, decía Almudena Grandes. Efectivamente, con las enormes fracturas económicas (desigualdad, paro y devaluación salarial), políticas (crisis de representación y crisis territorial) y morales (corrupción en las élites) abiertas en la sociedad no es fácil entender que no se haya encendido la calle. En buena medida se debe a los movimientos sociales que han canalizado el malestar y le han puesto voz.

Gracias a que los movimientos sociales han abierto el juego democrático, la calle no es solo de los que pegan

Estos movimientos han conseguido sacar a los perdedores de la invisibilidad, colocando en la esfera pública los problemas que desde el poder se intentaban ocultar o minimizar como efectos colaterales inevitables de la crisis. La visibilidad es el primer paso hacia el reconocimiento, condición necesaria para evitar la exclusión. Una vez hechos visibles, les han dado voz. La política es palabra, el que no la tiene no existe. Todo ello se ha concretado en movilizaciones de distinto signo, que han abierto, contra la voluntad de los que gobiernan, el juego participativo, llevando las reclamaciones a las altas instancias, como hicieron las PAH con la iniciativa popular sobre las hipotecas, al tiempo que se resolvían por otras vías casos concretos de desahucios; parando decisiones políticas abusivas, como la privatización de la sanidad en Madrid; o encauzando la lucha contra atropellos gubernamentales como la ley del aborto o las reivindicaciones soberanistas de amplios sectores de la sociedad catalana, en el caso de la Asamblea Nacional Catalana. La fuerza creciente de estos movimientos ha puesto en evidencia la causa de sus éxitos: la crisis del sistema de representación. La empatía ciudadana con estas movilizaciones, como reflejan las encuestas, viene precisamente de constatar que el oligopolio político que controla las instituciones ni sabe leer sus preocupaciones ni quiere representar sus intereses. De modo que los movimientos sociales están dando la apertura necesaria a la democracia, que desde las instituciones se niega.

El Gobierno, con la complicidad de buena parte de la casta partidaria, empeñado en construir una democracia cada vez más restrictiva, empezó descalificando a estos movimientos como antipolíticos o antisistema, como si los ciudadanos no tuviesen derecho a hacer política sin pasar por los partidos oficiales, para criminalizarlos, después. La ley de orden público, que incluso el Consejo General del Poder Judicial considera aberrante, iba en parte dirigida a ellos. Los incidentes producidos al final de algunas manifestaciones, con acciones violentas de grupos organizados perfectamente conocidos por la policía, se utilizan para criminalizar al conjunto de los movimientos, en vez de separar los comportamientos de unos pocos de la impecable conducta democrática de la inmensa mayoría. Gracias a que los movimientos sociales han abierto el juego democrático, que unas instituciones cada vez más opacas se empeñan en cerrar, la calle no es solo de los que pegan.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_