El club de la lucha de Sant Adrià
Un chatarrero entrena a jóvenes de Barcelona para que boxeen en combates sin reglas La consigna: el que no puede más, se rinde
Juanito entra en el gimnasio a las once de la mañana. Lleva la mochila colgada al hombro, y bajo la ropa se intuye su cuerpo de culebra, fibroso, duro y elástico.
—Lo que he aguantado, Javi… No me he llevado un navajazo de milagro, dice.
Javi le escucha apoyado en una bicicleta estática.
—Quien te agrede es porque no conoce otro idioma, no tiene cultura, le responde.
Javier García Roche, Javi, tiene 32 años. Juanito tiene 22. Javi pesa 80 kilos. Juan a duras penas llegará a los 70. Javi es boxeador, chatarrero, buscavidas reformado, criador de perros, amante de su madre y de su mujer. Juan es un chaval que se ha pasado tres años encerrado por clavarle 16 veces un puñal a otro chico, al que casi mata.
Están en un gimnasio bastante atípico en la línea divisoria entre Barcelona y el municipio de Sant Adrià del Besòs, y Juan le cuenta a Javi que ha tenido un complicado fin de semana como portero de una discoteca de flamenco. Si alguien pasa por delante solo vería la puerta metálica de un garaje. Dentro hay un ring, sacos de boxeo, una especie de jaula, ruedas, un vestuario… Y el Pollo Ramírez, un exboxeador que entrena en ese momento a cinco personas, varios de ellos jóvenes de barrios marginales, mientras suena de fondo el hip-hop de Rosa Rosario.
Desde hace tres años, Javi organiza peleas. En ellas combaten sus “cachorros”, chicos de extrarradio, jovencísimos, que se pelean a cambio de “50 o 100 euros”. En la lucha no hay reglas: los púgiles se pegan hasta que uno de ellos se rinde. “Golpes de boxeo, sin protecciones, pero con guantes. El que gana cobra; el que pierde luchando con honor también cobra”, detalla Javi. Uno de esos cachorros es el Juanito. Acude al gimnasio de Javi a entrenar, pero también a contarle su vida.
Un día vio a través de la página de Facebook Chatarras Palace que se organizaban peleas en una chatarrería. “Fui, en 20 segundos derroté al otro, y el Javi me dio 120 euros”, explica Juan. En ese momento se convirtió en uno de los cachorros de Javi: entrena para pelear y ganar algo de dinero.
Uno de los trabajadores de Javier le denunció por obligarle a pelear para conservar su empleo, algo que este niega
Los combates de Javi son duros. Ahora los organiza en el gimnasio para evitar problemas, pero hasta hace dos meses se disputaban en su chatarrería: tres naves gigantes a menos de un kilómetro del gimnasio. “Por diversión”, dice Javi, empezó a montar luchas entre sus trabajadores, hasta que uno de ellos, Alexis, despuntó: podía con todos. “Le pagaba 200 o 300 euros por las peleas, le daba fiesta los sábados… Se lo pasaba bomba”, cuenta Javi. Los grababan y colgaban en la red. Luego se corrió la voz de que Javi pagaba y “gente de fuera” se apuntó a la pelea chatarrera. Cada sábado la nave se convertía en un ring donde dos novatos se pegaban para goce de los asistentes: “Unos cuantos amigos y vecinos”, que se juntan alrededor de los contrincantes.
Hasta que Alexis denunció a Javi. “Dice que yo amenazaba con despedirles para que se peleasen”, cuenta Javi. Alexis dejó el trabajo y, según el chatarrero, está en Paraguay. Este diario ha intentado, sin éxito, dar con él. En los vídeos se ve a un tipo fuerte, alto, que sonríe y se pelea, jaleado por Javi.
Que dos adultos decidan pegarse sin que nadie les obligue no es delito, explican fuentes policiales. Otra cosa es que la pelea sea con animales, o que haya apuestas ilegales, algo que Javi niega. Tampoco pueden asistir menores de 14 años si no van acompañados de sus padres. Además, la pelea la hace en su chatarrería o en su gimnasio, por lo que no ocupa espacio público alguno. “Ni peleas ilegales ni nada. No les entra en la cabeza que alguien pierda dinero organizando todo esto porque le gusta”, defiende Javi. Hasta ahora tampoco le han llamado de la Federación de Boxeo. “Es que no es boxeo”, dice. Ni ninguno de los contrincantes ha salido tan mal parado que haya obligado a la policía a actuar de oficio.
Él asegura sentirse identificado con los chavales a los que entrena. “Es como el hermano mayor que no he tenido nunca”, cuenta Juan, que habla arrepentido de sus errores del pasado. Criado por su madre, es hijo de Juan el loco, un atracador que pasó 20 años en prisión. Cuando salió de la cárcel, Juan tenía ya seis años.
Javi, igual que Juan y que el padre de Juan, ha estado en prisión. Con 16 años pertenecía a una banda. “Nos pegábamos con pelaos. Luego nos empastillábamos y robábamos para gastarlo en drogas. Queríamos infundir miedo a otros chavales”, recuerda. Hasta que un día se metió en una pelea “gorda”, le detuvieron y se pasó encerrado “seis meses en un sitio y seis meses en otro”. En su ficha policial constan dos antecedentes cancelados, porque ya ha cumplido con la ley, y más de 40 identificaciones. Javi relata sin tapujos que ha traficado con droga en el pasado, y que ahora, como chatarrero, vive mejor. “Me hicieron un favor cuando me metieron en la cárcel. Vi que ese no era mi sitio”, repite. Y cuando unos años después estuvo a punto de volver por asuntos de drogas, frenó: “Le vi las orejas al lobo”. De su experiencia como boxeador profesional, aprendió que a “más boxeo, menos pelea en la calle”. Es lo mismo que sienten algunos de sus cachorros, como el Bengala, un chaval de 19 años. “Tengo problemas en la calle, pero cuando entreno y me peleo me desahogo”.
Es jueves. En el gimnasio hay pelea. Quienes quieran, recuerda siempre Javi. Juan sube a una jaula, que es el nuevo ring, donde le espera Carlos, un cubano que abulta igual que dos como él.
Javi da luz verde. Se agarran por el cuello, caen al suelo. Pero no dura mucho. Carlos le da una patada en el cuello a Juan, que se tambalea y se apoya en una columna de la jaula. Javi para la pelea, pero Juan quiere seguir. “Te ha hecho daño”, zanja Javi. La jornada ha acabado. Seis chavales han peleado, tres han ganado, y Javi les ha pagado en total 600 euros. Esas son ahora sus peleas, su club de la lucha, el Chatarras Palace de Sant Adrià.
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