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Columna
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El guardián de los secretos

España lleva ya demasiado tiempo secuestrada por la sospecha

Fernando Vallespín

En la era de los Big Data y de la “sociedad de la transparencia” (Bing-Chul Han), la cuestión de cómo puede hoy mantenerse un secreto es fascinante y de la máxima actualidad. Hace ya años, mi maestro, D. Francisco Murillo, solía decir que la mejor manera de guardar un secreto en España era publicarlo en una revista científica. Orwell, por su parte, sostenía que el único medio de hacerlo es ocultárselo a uno mismo, algo que es imposible para cualquier persona, pero que sí tiene sentido en las organizaciones. Casi todas ellas incorporan protocolos para evitar la filtración de actividades que son difíciles de explicar si salen a la luz, y para ello es imprescindible que su conocimiento quede restringido a algunos custodios, que permanezcan ocultas incluso para la misma organización. Pero los secretos dejan de serlo cuando una de las personas que tienen la encomienda de su protección decide revelarlos, “soplarlos”. Es el caso de Snowden respecto de las actividades de la NSA y, por motivos menos éticos y sin duda también menos épicos, el de nuestro inefable Bárcenas.

Al bueno de Snowden se le busca para que, curiosamente, caiga sobre él todo el peso de la ley por desvelar que una organización pública incumplía la ley, las leyes de protección de datos de un ilimitado número de países, en este caso. El soplo de Bárcenas solo se explica para evitar que se le aplique la ley. Tanto por las actividades ilícitas de su partido como por las suyas propias. Uno es eso que hoy se califica como “buenista” de los derechos humanos; el otro es un pícaro y un presunto delincuente.

Bárcenas goza de credibilidad. No solo porque personas mencionadas en su famosa libreta han reconocido lo que allí se desvelaba, sino por su  condición de guardián de los secretos

Dos tipos humanos radicalmente opuestos, pero que coinciden en que ambos son garantes de los secretos de otros. En lo que hace a Bárcenas, que es quien aquí nos interesa, de todo aquello que tenía que ver con la gestión económica del partido. Y al desvelarlo lo hizo con sus únicas armas, los propios protocolos diseñados para encubrirlos y que él mismo organizó, así como las estrategias seguidas por el partido para silenciarlo cuando comenzó a sentir el abrazo de la ley. Lo que hizo en realidad es lo más corrosivo para un partido político, señalar que había secretos allí donde se presupone que todo debe ser transparente. Snowden al menos sabía que trabajaba para una organización de espionaje —de “seguridad”, perdón.

Todo esto es más que conocido y explica por qué el tan denostado Bárcenas goza de credibilidad. No ya solo porque algunas personas que mencionaba en su famosa libreta han reconocido lo que allí se desvelaba, sino por su misma condición de guardián de los secretos. De ser todo una sarta de mentiras, lo más fácil para el PP hubiera sido aportar todas las pruebas disponibles en su contra, pero las pocas que pudiera haber las destruyeron, como el disco duro del ordenador del “tesorero infiel” y, presumo, otras que desconocemos. No, la prueba en contra de sus filtraciones no se apoya en evidencias palpables, se suscita como una mera cuestión de confianza. ¿A quién creen más, a un reo o al presidente del Gobierno?

Triste estrategia, porque la confianza en la mayoría de nuestros políticos es justo aquello de lo que carecemos, nuestro recurso más escaso. Normalmente tendemos a confiar en quien no nos engaña, en quien cumple lo que se compromete a hacer, en quien merece credibilidad por sus conductas anteriores; quien, en suma, asume responsabilidades. Todo lo que alguna vez esperamos que hagan y que nunca llega.

España lleva ya demasiado tiempo secuestrada por la sospecha. Es algo que queremos zanjar porque necesitamos poder creer en nuestros políticos, incluso perdonarlos, pasar página y afrontar juntos un tiempo nuevo. Pero no se dejan y porfían en sus mentiras. Y para ello se aferran como lapas a un último recurso, el patadón hacia adelante en el tiempo que les brindan los procesos judiciales con sus rígidos procedimientos de prueba y sus astutos y bien entrenados abogados.

Fíjense en la diferencia con respecto a un país como Alemania. Su expresidente, Christian Wulff, dimitió al día siguiente de quitársele la inmunidad por acusaciones de haberse beneficiado de vacaciones pagadas en casas de empresarios y de un préstamo “oscuro” que recibió mientras fuera presidente del Estado de Baja Sajonia. Lo hizo el 16 de febrero de 2012 y ¡ahora! es cuando comienza el juicio. Quizá por eso en el debate del otro día entre los candidatos de los dos principales partidos de ese país el único tema por el que no se les preguntó fue el de la corrupción. ¡Qué envidia!

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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