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Columna
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Contra el sentido común

No se puede justificar de ninguna manera la conducta del presidente del Constitucional

Estamos en 2013 y no en 1978. Literalmente, la Constitución es la misma salvo en sus artículos 13 y 135, que han sido objeto de reforma. Pero materialmente no es la misma. Los casi 35 años transcurridos desde su entrada en vigor no han pasado en vano. Cosas que eran admisibles constitucionalmente en el momento de la inicial puesta en marcha de la Constitución, no pueden serlo consideradas hoy. Piénsese que la primera investidura constitucional como presidente de Gobierno de Adolfo Suárez se hizo sin debate de investidura. Se procedió a la votación de Adolfo Suárez como presidente y a continuación intervinieron los distintos grupos parlamentarios en un turno de explicación de voto. El escándalo fue memorable. ¿Hay alguien que considere que sería constitucional hoy la investidura del presidente sin debate previo? Los ejemplos pueden multiplicarse.

La Constitución escrita es una. La Constitución vivida es otra, que no puede estar en contradicción con la Constitución literal, pero que va más allá del texto escrito. La Constitución de 2013 es más exigente en términos democráticos de lo que fue la Constitución de 1978. La diferencia está en la práctica constitucional democrática, de la que España había carecido antes del proceso constituyente de 1978 y de la que, afortunadamente, hoy disponemos.

Viene a cuento esta introducción del debate que se ha abierto al haberse tenido noticia de que el presidente del Tribunal Constitucional accedió a la condición de magistrado siendo militante del PP. La reacción inicial en la opinión pública ha sido una mezcla de sorpresa e indignación, ya que nadie podía imaginarse esa coincidencia de militancia partidaria y ejercicio de la jurisdicción constitucional.

Al ocultar información al Senado, Cobos vició el proceso de formación de la voluntad del órgano que lo designó

La presidencia del Constitucional ha convocado inmediatamente a los magistrados, que han dado publicidad a una nota institucional en la que, con base en una interpretación literal de la Constitución, han informado a la ciudadanía de que no existe incompatibilidad, ya que la Constitución únicamente hace incompatible la condición de magistrado constitucional con la de una “función directiva” de un partido.

Que la Constitución dice eso no es discutible. Más aún: la redacción del inciso en que se establece esa incompatibilidad figura en el primer anteproyecto de Constitución (5 de enero de 1978) y se mantuvo incólume a lo largo de todo el iter constituyente. Hay pocas dudas de que es lo que el constituyente dijo.

Pero esa interpretación literal no es la única posible. Con una interpretación sistemática y con una interpretación teleológica de la Constitución se llega al resultado opuesto. No tiene sentido que la Constitución sea menos exigente en la incompatibilidad de magistrados del Tribunal Constitucional que en la de los miembros del Poder Judicial, cuando a los segundos se les somete al imperio de la ley, mientras que a los primeros se les hace jueces de la misma. Los magistrados constitucionales pueden anular la voluntad del legislador exteriorizada en la ley. Los jueces ordinarios, no. La independencia de los partidos es mucho más necesaria en los magistrados constitucionales que en los jueces ordinarios, pues los primeros controlan la interpretación de la Constitución que hacen los distintos partidos al aprobar la ley, mientras que a los segundos les está prohibida.

Entre la voluntad del partido en la aprobación de la ley y el juez ordinario en el ejercicio de la función jurisdiccional no hay ninguna conexión. Entre la voluntad del partido en la aprobación de la ley y el juez constitucional la conexión es inmediata. Piénsese en el aborto o en los decretos leyes de recortes sociales o en el decreto ley de la Junta de Andalucía sobre desahucios. La más mínima conexión del juez constitucional con un partido afecta de manera esencial a su imparcialidad, que es la razón de ser de su independencia. Pues la independencia no es más que la garantía orgánica del ejercicio imparcial de la función jurisdiccional. Mucho más exigible, por razones obvias, en la jurisdicción constitucional que en la ordinaria.

Tras 35 años de vigencia de la Constitución, esto no lo discute nadie. No hay manera de defender con base en la Constitución de 1978, interpretada en su integridad, la compatibilidad de la militancia partidaria con el ejercicio de la jurisdicción constitucional. Un inciso de un artículo no puede vaciar de contenido la Constitución.

No se puede justificar de ninguna manera la conducta del presidente del Constitucional. Y menos tras haber ocultado información al Senado y haber viciado con ello el proceso de formación de la voluntad del órgano que lo designó. En 1978-80 tal vez hubiera podido darse por bueno el resultado de esta interpretación literal. En 2013, de ninguna de las maneras.

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