La herida sigue sangrando
Un padre: "Nadie me ha pedido perdón" Una hermana: "Tuve el pálpito de que era el avión de mi hermano"
“El 26 de mayo de 2003, estaba en mi casa, arreglándome, escuchando la radio, y entonces dijeron que se había estrellado un avión con militares españoles”, recuerda Granada Ripollés, hermana del comandante José Manuel Ripollés. “Tuve el pálpito de que era el avión de mi hermano y le dije a mi madre: 'Preparémonos para lo peor”. Entonces todavía pensaban que “lo peor” era haber perdido a José Manuel, a Patorro, como lo llamaban en casa. Pero lo peor del Yak-42 fue, además, todo lo que se descubrió después.
Le enterré, le lloré. Luego supe que no era mi hijo. Al mío lo habían incinerado Padre del sargento Cardona
Han pasado diez años y la herida de las familias del Yak, la mayor catástrofe aérea militar en tiempo de paz, con 62 muertos, sigue sangrando. Los 120 padres, las 40 viudas, los 64 hijos... de los militares muertos en aquel avión destartalado no han podido cerrarla. “Nadie me ha pedido perdón. Han indultado, como último acto de prepotencia, a los dos comandantes médicos condenados por entregarme un cadáver que no era el de mi hijo. El último responsable, el entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, ahora es embajador en Londres sin ser diplomático. Y no, todavía no hemos recibido la indemnización de las compañías, pero la verdad es que preferiría mil veces tener los restos de mi hijo que el dinero”. Paco Cardona, padre del sargento Francisco Cardona, no pudo enterrarlo. “Enterré a otro. Lo lloré durante 23 meses, cada domingo, en el cementerio, y después me enteré de que no era él y que a él lo había incinerado otra familia pensando que era su hijo”.
Porque lo peor vino después del accidente. Cuando las familias empezaron a convivir con la peor duda posible: es mi hijo, mi marido, mi hermano, el que he enterrado, o es el hijo, el marido, el hermano de otro. Cuando, al plantear esas dudas, según denuncia Cardona, fueron insultados: “El número tres de Trillo me dijo que mi hijo se avergonzaría de mí”.
En el mejor de los casos, el equipo (sin un solo forense) que Trillo envió a Turquía para repatriar los cuerpos dedicó tres horas y 25 minutos a identificar (sin una sola muestra de ADN) 30 cadáveres carbonizados. Ese es el tiempo que transcurrió entre que firmaron un documento —a petición de los forenses turcos— admitiendo que se llevaban los cadáveres sin identificar y los repatriaron a España. Menos de siete minutos por cadáver. En uno de los ataúdes metieron restos de dos personas. Se equivocaron en todas las identificaciones. “Repartieron los restos como si fueran cartas. Nos convencieron de que no abriéramos los féretros. ¡Cuánto me he arrepentido de no haberlo hecho!”, confiesa ahora Cardona.
Los fallecidos tenían más miedo al viaje de vuelta que a la misión en Afganistán
Los familiares tardaron 23 meses en recibir los verdaderos restos de los suyos. Después, tras tres archivos, otros cuatro años más de espera para llegar al juicio por aquella chapuza. Por la sala no pasó ni un solo político. Finalmente, el 19 de mayo de 2009, el juez Javier Gómez Bermúdez condenó a tres años de cárcel al general Navarro, el hombre al que Trillo encargó la repatriación de los cadáveres. No llegó a entrar en prisión. Falleció en junio de 2010. Los comandantes médicos José Ramón Ramírez y Miguel Ángel Sáez, condenados a 18 meses de prisión como cómplices de Navarro, tampoco. El Gobierno de Rajoy les indultó en abril de 2012. Nunca pidieron perdón.
“Han salido impunes, pero por lo menos, el Gobierno tuvo que retratarse al dar un indulto por la puerta de atrás, permitiendo así que sigan, para vergüenza del uniforme, en las Fuerzas Armadas”, denuncia Miguel Ángel Sencianes, hermano del sargento José Manuel Sencianes. “Las reales ordenanzas dicen que un militar no miente, y ellos mintieron; también dicen que siempre se intentará recuperar los cuerpos de los compañeros, pero ellos los repartieron de mala manera”, añade.
Y con todo, lo peor, cuenta Ripollés, no fue siquiera que les hicieran enterrar los cadáveres de otras familias. “Lo peor”, dice, “son las contrataciones”, es decir, la certeza para estas familias —que llevan diez años investigando y que a veces parecen hablar como peritos— de que la tragedia “pudo haberse evitado”, porque el Gobierno nunca debió permitir a sus militares volar en aquellas condiciones: en un avión de una república exsoviética cuya contratación pasó por cinco subcontratas en cinco países diferentes.
Entre los familiares de los fallecidos había muchos militares. Lo eran, por ejemplo, el padre y el abuelo del comandante Ripollés. También el padre de Ignacio González Arribas, el general José Luis González Arribas, que murió tres años después del siniestro con la amargura de que la cúpula de su Ejército le hubiera engañado y que el ministro Trillo hubiera accedido a recibirle “solo para convencerle, y con amenazas veladas, de que no se creara una asociación de víctimas”. Lo cuenta su hijo, Pacho González. También era militar el hermano del sargento Cardona. “Abandonó las Fuerzas Armadas tras el accidente; se sentía traicionado”, dice su padre.
Las familias de militares saben que un miembro de las Fuerzas Armadas obedece siempre a un político —“por eso ha sido muy frustrante esa barrera, que después de todo lo que pasó, ninguno asumiera su responsabilidad”, explica Pacho González—, de la misma forma que saben que un militar se arriesga a no volver a casa. “Si hubiera muerto en la misión, de una forma útil, al servicio de la patria, les habríamos llorado igual. Para eso estábamos, de alguna manera, preparados, pero no para que murieran de esta forma tan inútil y evitable”, añade.
Los repartieron como si fueran cartas. Metieron restos de dos de ellos en un ataúd Padre del sargento Cardona
En la cabeza de algunos familiares aún les golpean como un martillo las inquietudes que los suyos les habían transmitido sobre los aviones en los que viajaban. Aquellos militares tenían más miedo al viaje de regreso a casa que a Afganistán. “Mi hermano me dijo un día: ‘Hasta que no se caiga un avión o tengan un susto, no dejarán de contratar a estas compañías. Y así fue. Cuando le estaba esperando en Zaragoza y vi en la televisión la noticia de que un avión de una república exsoviética se había estrellado con militares españoles a bordo, supe que ese era el avión del que me hablaba mi hermano”, recuerda Sencianes. El comandante Ripollés los llamaba “aviones pirata”. Paco Cardona “ataúdes con alas”.
No podemos abandonar. No nos han dejado. Seguimos subidos a ese avión Hermano del sargento Sencianes
Cuentan que mucha gente les pregunta por qué siguen peleando diez años después. “No podemos abandonar. No nos han dejado. Seguimos subidos a ese avión porque nadie ha reconocido su responsabilidad”, explica Sencianes. Preguntados por si la tragedia y estos diez años de lucha les han cambiado, Granada Ripollés responde: “Nos han embrutecido. Ha hecho que terminemos hablando de identificaciones forenses con naturalidad. Es un espanto”. Sencianes insiste: “Nos ha hecho más fuertes y yo creo que mejores, porque hemos hecho algo noble: luchar por los nuestros y por sus compañeros. Ya nadie volverá a viajar en un avión así”. Ahora les queda Estrasburgo. “No sé qué será de mi vida después”, confiesa Ripollés. “Tendré que aprender a vivir de otra manera, fuera de ese maldito avión, porque durante los últimos años mi vida y mi trabajo han sido el Yak-42”.
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