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Columna
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Atrofia del instinto de conservación

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En el origen de todos los ciclos de nuestra historia constitucional ha habido siempre una crisis de legitimidad de la institución monárquica. En 1808 fue la “cesión de la Corona de España” por Carlos IV al emperador Napoleón, a la que siguieron la Guerra de Independencia y la Constitución de Cádiz. En 1833, la muerte de Fernando VII sin descendiente varón desembocó en una guerra civil al calor de la cual se impuso el primer Estado constitucional con la Constitución de 1837, revisada en 1845. En 1868, Isabel II fue destronada por la Revolución Gloriosa, que tras la Constitución de 1869 y la Primera República daría paso a la Restauración de la Monarquía con la Constitución de 1876. En 1931, tras las elecciones del 14 de abril, se produciría la proclamación de la Segunda República, a la que pondrían fin la sublevación militar, la Guerra Civil y el régimen del General Franco hasta su muerte en 1975.

Siempre la Monarquía en el origen de todas las crisis constitucionales que podemos calificar de crisis sistémicas, es decir, de crisis políticas que se convierten en crisis de Estado. La España de Fernando VII, la España de Isabel II, la España de la Restauración y la España del General Franco, que han ocupado casi toda la historia contemporánea de España anterior a la Constitución de 1978, han estado precedidas de una enorme crisis de legitimidad de la institución monárquica.

También en el origen del ciclo constitucional que se inicia normativamente con la Constitución de 1978 se parte de una crisis de legitimidad de la Monarquía, que había sido restaurada por un régimen nacido de una sublevación militar, que desembocó en una guerra civil y se prolongó en una dictadura durante varias décadas. La legitimidad de la Monarquía en 1975 era la legitimidad de las Leyes Fundamentales de Franco, y en dicha legitimidad no se podía fundamentar un sistema democrático. Este era, con diferencia, el mayor obstáculo al que había que hacer frente para hacer posible la recuperación de la democracia. En el proceso de transición se procedió a vincular Monarquía y democracia por primera vez en nuestra historia constitucional. De esta manera la Monarquía empieza a adquirir un depósito de legitimidad de una naturaleza distinta a la que había tenido hasta entonces.

El riesgo de la conducta de Urdangarin para el sistema constitucional no es menor que el del terrorismo

Con base en ese depósito es con el que ha estado operando desde la entrada en vigor de la Constitución. Una magistratura hereditaria no puede tener legitimación democrática, pero puede contribuir a que la sociedad resuelva el problema de la legitimación democrática de su Estado. Este fue un componente esencial del pacto constituyente de 1978. El sí a la Monarquía estaba vinculado a su contribución a la recuperación de la democracia.

La Monarquía en España carece de legitimidad de origen. Su legitimidad es exclusivamente funcional, es decir, depende de si su contribución a la estabilización de la democracia es positiva. Podrá sobrevivir si el juicio de la sociedad va en esa dirección o tendrá que desaparecer.

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Quiere decirse, pues, que la Monarquía está permanentemente amenazada de extinción. No puede sustraerse a un juicio permanente sobre su utilidad para la democracia y, en consecuencia, su supervivencia está vinculada a la conducta del Rey y de los demás miembros que integran la Casa Real. Este fue el pacto implícito que hizo posible que la Constitución de 1978 hiciera suya la restauración de la Monarquía llevada a cabo por el general Franco.

Siendo esto así, y sabiéndose que en España las crisis de legitimidad de la Monarquía acaban convirtiéndose en crisis sistémicas, no se entiende que se haya permitido que el marido de la infanta Cristina haya llegado a donde ha llegado. Por puro instinto de conservación se tendría que disponer de un sistema de alerta temprana, que pusiera fin a una conducta como la de Iñaki Urdangarin apenas diera el primer paso. ¿Para qué están los servicios secretos? El riesgo para el sistema constitucional de una conducta como la de Iñaki Urdangarin no es menor que el que puede suponer la acción terrorista. Es de distinta naturaleza, pero no es menor. Y es fácil de prevenir. ¿Cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido que a la Monarquía, dado el lugar central que ocupa la institución en el equilibrio de nuestro sistema constitucional, había que protegerla ante todo frente a los propios miembros de la Casa Real? ¿Cómo es posible que el secretario de las infantas no haya alertado sobre una conducta no solo reprobable moralmente, sino con clara apariencia delictiva? El recorrido del caso Urdangarin ha puesto de manifiesto una atrofia alarmante del instinto de conservación de la institución monárquica.

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