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Tribuna
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Todos corruptos

Las invocaciones a no generalizar quedan inhabilitadas cuando les falta la sanción ejemplarizante

Todos a la cárcel, rodada en 1993, es una colaboración inolvidable de Luis García Berlanga y Rafael Azcona que debería volver a las salas de exhibición, pero mientras llega ese momento se está imponiendo en el ambiente otra afirmación previa, la de “Todos corruptos”. Es una conclusión que deriva de hechos probados en los tribunales, con sentencias firmes, y de otros que se encuentran en fase procesal. Pero, a partir de casos de gran calibre, se aproximan otros de cualquier cuantía, merecedores de reproche social, que pasan a ser equiparables en los titulares con que aparecen y en la condena a que se hacen merecedores. Se acaba así la modulación de los tipos penales, todos corruptos, todos a la cárcel.

En la otra ribera, la del Gobierno, con la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría al frente, la consigna es cargar contra la generalización injusta y poner de manifiesto el carácter excepcional de los abusadores y la ínfima proporción que representan respecto a quienes cumplen con sacrificio y entrega sus deberes de representación pública. Pero estas invocaciones a no generalizar quedan inhabilitadas cuando les falta el acompañamiento de la sanción ejemplarizante. Recuperar la buena fama de un colectivo es imposible cuando las ovejas negras siguen campando por sus respetos. Para que la Guardia Civil quede aliviada de connivencia con los contrabandistas es necesario que los agentes implicados sean expulsados del Cuerpo, y para que la imagen de los empresarios hubiera quedado a salvo deberían haber abominado de su expresidente Gerardo Díaz Ferrán.

Porque para salvar el honor de quienes se dedican al servicio público en cargos de representación se impone separar a quienes delinquen, en vez de brindarles amparo y cobertura, siempre y cuando sean de los nuestros. El álbum es abrumador. Pero ni un solo reproche han merecido los despilfarros del aeropuerto inservible de Castellón, coronado por la escultura de Fabra; ni tantos y tantos. Se prefiere esperar a que escampe, mientras los de a pie confían en que algún contable despechado vuelva a tomar venganza y abra un conflicto luminoso que permita conocer los excesos perpetrados con los fondos confiados a los partidos políticos y a los ayuntamientos. De modo que el tobogán de las corrupciones ofrece un espectáculo desalentador para el cumplimiento cívico.

Mientras, las informaciones, que se presentan sin un hilo conductor, tienen dos. El primero, la financiación de los ayuntamientos mediante extracciones a los promotores urbanísticos y a las empresas concesionarias de servicios. El segundo, la financiación de los partidos políticos con la exigencia de comisiones a los adjudicatarios de la obra pública y de otras gabelas. Ahí está la raíz del caso Gürtel por hablar del más jaleado estos días. Vemos que los focos se han centrado en la sospecha acerca de los sobrecogedores que en la nomenclatura del Partido Popular hayan podido beneficiarse de “ayudas a la navegación”, lo que en México llamaban también “orientaciones”. Pero todavía seguimos a falta de pruebas indubitables, mientras que la aparición de 22 millones en las cuentas suizas de Luís Bárcenas, que fuera gerente y tesorero del PP colmado de elogios y de respaldos, apenas han suscitado curiosidad. Además, contraviniendo la ley de la gravitación universal, la secretaria general de la formación, María Dolores de Cospedal, desde el primer momento, en vez de reclamar unas sumas que sin duda fueron desviadas de las finanzas del PP, se empeñó en declararlas por completo ajenas con una naturalidad desconcertante.

Escribía Javier Pradera, en La maquinaria de la democracia. Los partidos en el sistema político español, que al comienzo de la transición se argumentó a favor de la financiación pública para evitar que la debilidad económica de los partidos hiciera a sus dirigentes y cuadros más proclives a la corrupción (recepción de dinero negro a cambio de decisiones prevaricadoras). Pero los años transcurridos permiten afirmar que la financiación pública de los partidos no ha erradicado la corrupción. Y, aún más, que la instalación en el corazón del aparato estatal de unas organizaciones independizadas en gran medida de su electorado, con débil militancia y omnipotentes direcciones, favorece un ámbito de impunidad para sus extralimitaciones.

El monto de la financiación ilegal de los partidos, deducía Pradera, será la diferencia existente entre sus ingresos declarados (subvenciones, cuotas, donativos) y sus gastos reales, que saltan a la vista. Ahí queda una tarea urgente para el Tribunal de Cuentas, al que debería dotarse de medios y liberarle de dependencias políticas. Veremos.

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