La historia de dos inseguridades
González y Botella se miran con desconfianza e intercambian golpes por el ‘caso Madrid Arena’ y el hospital de La Princesa mientras temen por su interinidad
Esperanza Aguirre, aún presidenta regional, visitó a su enemigo íntimo y aún alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, cuando este todavía juraba en público que Madrid era la única dueña de sus suspiros y mientras, en privado, sabiéndose ya ministro, trataba de decidir qué cartera se merecía más. Aguirre acudió a comer al espectacular torreón del Palacio de Cibeles; Gallardón presumió de despacho —a los madrileños les costó 125 millones de euros reformar el edificio—, y Aguirre, inquilina de la más modesta Real Casa de Correos (también remozada por Gallardón en su etapa al frente de la Comunidad), comentó lo bien que se vería ella allí, de alcaldesa.
Ella dice ahora que bromeaba, pero Gallardón la creyó. En parte, porque carece de la retranca de Aguirre. En parte, porque tras ocho años de interminables enfrentamientos, devenidos casi en caricatura, de los que Gallardón no ganó ni uno, tenía alma de gato escaldado. Así se forjó la supuesta ambición municipal de Aguirre, que su retiro en septiembre de la primera línea de fuego, con su capital político intacto, no hizo sino reforzar en la cabeza del actual Gobierno municipal.
Gallardón dejó a Ana Botella al frente de la alcaldía cuando en diciembre marchó al Ministerio de Justicia. Creyó cerrar así la puerta a Aguirre. ¿Cómo iba a atreverse a cuestionar a la esposa del expresidente José María Aznar, para el que ella solo tiene buenas palabras? Pero en el Ayuntamiento eran conscientes de la debilidad de Botella, por haber heredado el cargo y por falta de experiencia. Sabían que Botella no podía fallar. Y en el caso Madrid Arena, la tragedia que costó la vida a cuatro jóvenes en una macrofiesta de Halloween en un pabellón municipal, falló. Queda por dilucidar (judicial y políticamente) su responsabilidad, pero la gestión de la crisis ha sido desastrosa, como admiten incluso en el Ayuntamiento y resaltan meneando la cabeza en la Comunidad, donde no dan crédito a que viajara ese fin de semana a un spa portugués.
La inseguridad en la que lleva instalado el Gobierno local desde el principio se ha disparado. Cada día se desayuna un nuevo palo en los medios. Se siente atacado, y tiene claro quién es su enemigo. En la Comunidad, tachan de paranoia ese sentimiento de persecución. Hablan de fantasmas. Están a otra cosa, dicen. Los presupuestos de 2013, con un tajo de 1.424 millones de euros (el 7,7%), han sido los “más difíciles” en 10 años. Y los más austeros. La negativa del Gobierno de Mariano Rajoy de sumar 1.000 a la financiación regional, como reclaman desde verano, ha alimentado el resquemor con La Moncloa. Resquemor que se tornó incendio al aplicar González la tasa de un euro por receta, pese a las críticas del PP contra CiU cuando hizo lo propio en Cataluña. La dureza con la que La Moncloa recibió la iniciativa, con Rajoy a la cabeza, ha sorprendido al Gobierno madrileño. A la espera saber si el Estado recurre al Constitucional la decisión catalana, González tiró hacia adelante, incluyendo la tasa en el anteproyecto de medidas fiscales presentado el jueves.
Ese mismo día se conocía que el Consejo de Estado la creía inconstitucional. Estas dificultades han reforzado la sensación de interinidad de González, que parecía haber superado, aunque fuera momentáneamente, hace semanas. El presidente de Madrid lleva menos de dos meses en el cargo y las diferencias con el PP nacional se han avivado por el lado más insospechado. Y sigue sin saber si contará con el respaldo de Rajoy como candidato en 2015.
El Partido Popular lleva gobernando la capital de España desde hace más de 20 años, y la Comunidad desde hace 17. En ese tiempo, la región ha ido perdiendo su color rojo para convertirse en un profundo caladero de votos para la derecha, lo que ha convertido al PP regional en uno de los más poderosos a nivel interno. La mayoría absoluta se da por hecha, porque es eso o la oposición, a menos que UPyD colabore.
En 2003, Aznar temió perder la ciudad, y en una tarde finiquitó al alcalde, José María Álvarez del Manzano, y puso de candidato a Gallardón (completamente desolado ante la castiza perspectiva de ser alcalde). Colocó a Aguirre como candidata a la Comunidad: ganó por los pelos, a la segunda y tras la traición socialista del tamayazo. Luego pareció eterna, hasta su dimisión por sorpresa el pasado 17 de septiembre.
Con semejantes antecedentes, González y Botella son conscientes de que pueden convertirse en carne de cañón si no llegan a 2015 con las elecciones atadas y bien atadas. En el PP regional hay quienes incluso se malician que la alcaldesa puede tener ya sustituta en la mente de Rajoy: la ahora ministra de Sanidad, Ana Mato. También tienen claro que Aguirre no quiere ese puesto, o al menos es lo que dice ella. Eso no significa que no quiera otro. Pero ese, no. Por el momento, se mantiene como presidenta del PP regional. Una inseguridad más: cree que Rajoy no permitiría a González heredarlo. El presidente autonómico no cuenta con la simpatía del líder del PP, que ha dejado ese relevo en el aire. “La bicefalia no es una situación extraordinaria”, dice la número dos del PP, Dolores de Cospedal. Los aguirristas interpretan que González no las tiene todas consigo. Por eso la lideresa no da el paso atrás. Y ahí sigue, controlando los hilos del PP madrileño.
De ese enredo viene además el malestar de González con Botella, a la que afea que no le respaldara para el cargo. Ella dijo que no entraba en sus aspiraciones presidir el PP regional, pero efectivamente eludió apoyar a González, siguiendo en eso, una vez más, la línea de Rajoy. Las últimas semanas han terminado por deshilachar la relación. Los puentes están rotos, o al menos levantados. González exige cada vez que se le pregunta que la investigación del caso Madrid Arena llegue hasta el final y “se depuren responsabilidades”. Nunca ha reclamado que sean necesariamente políticas: de eso se encargó Aguirre. “Caiga quien caiga”, respondió la semana pasada a una pregunta directa sobre el vicealcalde, Miguel Ángel Villanueva.
Apenas unos días después, la alcaldesa firmaba, junto a su yerno, Alejandro Agag, contra el desmantelamiento del hospital de La Princesa, un puñetazo en la cara de González. No se llaman por teléfono, se comunican mediante recados transmitidos por el consejero regional de Sanidad, Javier Fernández-Lasquetty. Por no hablar, no hablan ni siquiera González y el vicealcalde, que guardaban buena relación. Aguirre sí ha telefoneado a Botella. Eran amigas, pero de aquella manera. Ahora hablan pero no se escuchan. O no se entienden.
Tras la dimisión del concejal Pedro Calvo y con Villanueva tocado, Botella está desprotegida. Su coraza política, heredada de Gallardón, ha caído. En el Ayuntamiento creen que ella puede ser la siguiente. Recelan hasta del fiscal. O de sus propios concejales, o de algunos de ellos, puestos en la lista por Aguirre (como presidenta regional). La decisión de Botella de permitir que se dedique una calle al líder comunista Santiago Carrillo molestó a algunos, a los que se permitió no votar. Y provocó estupor en el PP regional, donde entienden que la decisión puede indisponer a una parte de sus votantes. En concreto, aquellos que venía asegurando Aguirre.
Desconfía el Ayuntamiento también de la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes (PP), con quien ya han chocado en ocasiones anteriores. La Delegación, habitualmente muy discreta, se ha sumado a cuestionar la gestión de la crisis mediante un comunicado oficial esta semana. Cifuentes, cuyo puesto depende de la confianza de Rajoy, también suena para la alcaldía en 2015, una prueba más de la debilidad de Botella. Y un alimento más para la paranoia que sacude al PP de Madrid, en el que los hechos objetivos, más que una causa, son un síntoma.
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