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Tribuna
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Luchó sin descanso

Conocí a Santiago Carrillo el mismo día en que se inauguraron las primeras Cortes democráticas en 1977 y hablé telefónicamente con él anteayer, la víspera de su muerte. En 1988 iniciamos una tertulia radiofónica que mantuvimos los dos, primero en Antena 3 y después en la Cadena Ser hasta el 2009. Al hilo de las ondas, de lo que las antecede y las continuaba, múltiples conferencias, seminarios, presentaciones, visitas, entrevistas, públicas unas y reservadas otras, fraguamos una muy estrecha amistad que extendimos a nuestras respectivas familias.

Más allá de las diferencias políticas, fruto de las respectivas historias, ambos eramos conscientes que marchábamos por laderas distintas de una misma colina, por ello a la mutua estima política se unía mucho afecto que en mi caso se doblaba de sincera admiración.

Admiración ante todo a su honestidad personal. Admiración a un hombre que quiso y supo abrirse a la cultura, por cierto, a partir de una sucursal del ejemplar Instituto Escuela cuyo programa de humanidades había trazado mi propio padre, catedrático del centro. Un hombre que luchó sin descanso y con éxito en la más áspera de las arenas políticas. Un hombre cuya lucidez le permitió ver la necesidad de liberalizar y democratizar el movimiento comunista de lo que es importante testimonio su libro Eurocomunismo y Estado, prolongado años después en su reinterpretación del pensamiento de Lenin. Un hombre que tuvo la suprema virtud, muy rara en la ancianidad, de saber reconocer la realidad en lo que tiene de positivo y negativo, de obstáculo, de límite y de oportunidad.

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Pero, sobre todo, admiración a quien fue protagonista fundamental de la Transición, anunciándola mediante su temprana invocación a la reconciliación nacional y contribuyendo decisivamente a la moderación de la izquierda. Sin Carrillo el gran pacto nacional que abrió el camino de la democracia y permitió la elaboración de una Constitución de todos y para todos hubiera sido mucho más difícil.

Después de tan importante aportación a la transición democrática, Carrillo fue ejemplar en su lealtad constitucional, en su apoyo a todas las instituciones adoptadas por el consenso de los españoles en 1978 y a la vez propugnando siempre una interpretación flexible de la Constitución, especialmente para dar cabida a las aspiraciones de las diferentes identidades nacionales de la España grande.

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He tenido la fortuna de compartir con Santiago Carrillo muchas preocupaciones e incluso algunas de las acciones en pro de la estabilidad de nuestro sistema político y he admirado a lo largo de los años su gran talla de hombre de Estado. Aquel que sabe prescindir de sus intereses, incluso de sus ideales más arraigados en pro de lo que es propio del Estado, la generalidad y la permanencia. A ello Carrillo sacrificó muchas cosas y por eso el Estado le es deudor.

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