34 años buscando al ‘rey de las fugas’ después de una espectacular huida de la cárcel
Rafael Bueno huyó con otros dos presos de Alcalá-Meco, considerada de máxima seguridad, en abril de 1984. Desde entonces, la policía le sigue el rastro. Se le relaciona con varios asesinatos
El director de la cárcel madrileña de Alcalá-Meco, Carlos Parada, debió quedarse tan pasmado y sentirse tan impotente como el alcaide del penal de Alcatraz cuando el 20 de abril de 1984, Viernes Santo, fue informado de que Rafael Bueno Latorre, Antonio Álvarez Gallego y Antonio Retuerto González habían logrado evadirse. Un trío de ases que, a su manera, emularon la fuga que el 11 de junio de 1962 protagonizaron Frank Morris y otros dos reclusos, quienes, tras escapar por un boquete de la celda, dejaron sendas cabezas de yeso y pelo sobre la almohada de sus camas antes de cruzar la bahía de San Francisco. Los fugados de Alcalá-Meco habían encañonado con dos pistolas —en realidad, dos trozos de jabón pintados con tinta china— a varios funcionarios a los que quitaron sus uniformes, y salieron tranquilamente de la cárcel vestidos con ellos.
Bueno, Álvarez y Retuerto comenzaron la ejecución de su plan sobre las nueve de la noche. A esa hora, la mayoría de los reclusos del centro penitenciario de “máxima seguridad” —así los proclamaron los políticos de turno al inaugurarlo en 1982— mataban el tiempo antes de irse a dormir. Era Viernes Santo, un día festivo para todos menos para los tres fuguistas que en ese momento arrancaban de cuajo la taza del inodoro de la celda 47 del cuarto módulo de la prisión. Después, el trío se deslizó por la estrecha boca circular, descendió hasta una galería de servicio, y, tras serrar una rejilla de hierro, accedió al sótano donde estaban las llaves de paso del agua y los interruptores de luz de la prisión. Solo faltaba esperar.
A la misma hora, varios cómplices pusieron en marcha la segunda fase del plan. Entraron en una celda vacía del módulo número tres, rompieron un grifo y provocaron una inundación. Para atajarla, tres funcionarios corrieron hacia el sótano para cerrar las llaves de paso del agua. Allí les estaban esperando Bueno Latorre y sus dos compinches armados con un rudimentario punzón y lo que parecían ser dos pistolas Star de 9 milímetros largo.
Tras sorprender a los carceleros, los fugitivos los maniataron, los amordazaron y los despojaron de su uniforme, su placa de identificación y un manojo de llaves. Dos de ellos se vistieron las ropas de los funcionarios y el tercero se enfundó un mono de albañil. Después, abandonaron el sótano, salieron a un patio y caminaron con calma hacia el edificio donde están las cocinas generales. Y desde aquí, el campo... y la libertad. Álvarez y Retuerto ya se habían largado un año antes de la vieja prisión de Carabanchel utilizando un ardid similar. En aquella ocasión, escaparon intimidando a los funcionarios con pistolas de escayola pintadas de negro. En esta evasión de Alcalá-Meco, las armas fueron fabricadas con dos canteros de jabón.
Los reclusos encañonaron a los guardianes con dos pistolas hechas de jabón y tinta china y huyeron vestidos con su uniforme
Bueno, Álvarez y Retuerto sabían que no podían salir del recinto por la puerta principal porque la Guardia Civil identificaba a todo el que pasara por allí. Sin embargo, ellos conocían que las cocinas tenían una comunicación independiente con el exterior: una puerta desde la que los suministradores introducían los alimentos. Su ausencia se descubrió poco después, al hacerse el último recuento del día antes de que fueran apagadas las luces.
Carlos Parada, el director del penal, estaba aquel día libre de servicio. Cuando se enteró de la fuga por una llamada telefónica, su cara debió ser puro patetismo. El lema propagandístico de “prisión de máxima seguridad” que habían colgado al centro madrileño quedó hecho añicos. El propio Parada reconoció que ese día no funcionaba el sistema de rayos infrarrojos que vigilaba los sótanos —y que hacía saltar las alarmas— porque estaba estropeado y su reparación dependía de una empresa externa.
El complejo penitenciario de Alcalá-Meco, que costó 1.300 millones de pesetas, fue proyectado como el más seguro de España y uno de los de diseño más avanzado de Europa. Tenía sistemas de control y detección de movimientos mediante una red de sensores y detectores volumétricos y dos circuitos cerrados de televisión. Todos los edificios estaban construidos sobre una gran plancha de hormigón para hacer imposible la excavación de túneles y galerías. Un auténtico fortín del que teóricamente era imposible escapar. Hasta los grifos fueron escogidos de forma que no pudieran servir para fabricar objetos punzantes que pudieran convertirse en armas.
Tras la fuga, Bueno Latorre se separó de Retuerto y Álvarez, quienes viajaron a Alicante para esconderse durante unos días en un piso de una amiga. Retuerto, ya en solitario, se ocultó más tarde en diversos pisos de Fuenlabrada, Biarritz (Francia) y Madrid. En esta última ciudad, mientras vivía en una casa del barrio de la Concepción, fue localizado y capturado dos meses después de haberse evadido. Álvarez, que siguió su propio camino, corrió más tarde la misma suerte.
El lema propagandístico de “prisión de máxima seguridad” que habían colgado a Alcalá-Meco quedó hecho añicos
La escapada de Bueno Latorre fue para la policía un mazazo que desató su cólera. Porque la policía tenía aún muy fresco en su memoria la muerte de dos agentes acribillados a balazos por la banda de Bueno Latorre. Ocurrió el 12 de octubre de 1983 en el Hospital Provincial de Burgos, donde el peligroso delincuente había sido trasladado tras autolesionarse en la cárcel clavándose unas tijeras en el vientre.
Todo formaba parte de un plan perfectamente urdido: varios compinches le rescatarían aunque tuvieran que abrirse paso a tiros. Y así fue: dos colegas, disfrazados con batas de médico, asesinaron a Jesús Postigo Pérez y a Raúl Santamaría Alonso, dos de los tres policías nacionales que custodiaban a Bueno Latorre, y se apoderaron de sus armas. Una operación perfectamente orquestada, en la que intervino un comando integrado al menos por cuatro hombres y tres mujeres. Después de liberar a Bueno Latorre de los grilletes que le mantenían amarrado a la cama, el grupo huyó en tres coches hasta su refugio de Barcelona.
En vez de quedarse quieta, en espera de que se enfriase el asesinato de los dos agentes de Burgos, la banda de Bueno Latorre volvió a actuar apenas un mes después: secuestró a Manuel Andrés Sánchez Manzano y Eduardo Aldama de la Red por considerarlos soplones de la policía. Ambos fueron llevados a un descampado de San Fausto de Capcentellas (Barcelona), donde les dieron un pico y una pala. “Empezad a cavar”, les ordenaron. Cuando ya habían hecho un hoyo profundo, los dos secuestrados fueron asesinados a balazos y sepultados en el agujero. Un policía atribuye a Rafael Bueno Latorre una frase aterradora que, de ser cierta, revela una vesania fuera de lo común: “Enterradlos boca abajo. Por si todavía están vivos. Así, si escarban, que escarben para abajo”.
El rastro de sangre que este peligroso atracador y sus secuaces iban dejando a su paso hizo saltar todas las alarmas. Fue declarado enemigo público número 1 y toda la maquinaria policial tensó sus resortes para capturarle. Hasta que la Brigada Provincial de Policía Judicial de Barcelona le echó el guante el 25 de noviembre de 1983. Era la decimoséptima vez en su vida que era capturado.
Interior, que se indignó con la fuga de los tres reclusos, calificó a Bueno Latorre de “delincuente sanguinario”
Por eso, fuentes del Ministerio del Interior no tuvieron empacho en exteriorizar su indignación por la fuga de los tres reclusos de Alcalá-Meco, en particular por la de Rafael Bueno al que calificó de “delincuente sanguinario”. Pero es que, además, los dos reclusos que le habían acompañado en la audaz escapada de Alcalá-Meco tampoco eran unas monjitas de la caridad: en aquellas fechas, Antonio Álvarez había sido detenido ya en 21 ocasiones, mientras que Retuerto lo había sido 12 veces.
En 2010, la Dirección General de la Policía colgó en YouTube un vídeo en el que requería la colaboración ciudadana para localizar y detener a siete peligrosos delincuentes. Entre ellos, como número 1, destacaba Bueno Latorre, el hombre del que no tiene la menor pista desde 1984. Increíble, pero cierto.
Esta es la información que consta en ese vídeo: “Rafael Bueno Latorre. Delitos que se le imputan: asesinatos, robos con violencia e intimidación y quebrantamiento de condena. Lugar y fecha de nacimiento: Utrera (Sevilla), 26 de mayo de 1954. Características físicas: 170 centímetros de estatura, 75 kilos, ojos verdes oscuros, alopecia. Tatuada una pantera negra en la espalda y un hombre en el brazo derecho”.
Pese a que ha transcurrido ya más de un cuarto de siglo desde su fuga, la policía no ha dejado de buscarle ni un solo día. La sangre derramada por los agentes Jesús Postigo Pérez y Raúl Santamaría Alonso, los asesinados en el hospital de Burgos, sigue clamando justicia. Y sus compañeros no pueden hacer oídos sordos, ni dejar de buscar jamás al tipo al que responsabilizan de estar tras la muerte de ambos. Le buscan aunque ni siquiera tienen constancia de si está vivo o muerto.
Durante mucho tiempo, la policía ha vigilado discretamente a la familia barcelonesa de Bueno Latorre y ha realizado gestiones internacionales. Todo inútil para dar con el paradero, pero útil para mantener el caso vivo y evitar que prescriba y que los jueces le den carpetazo para siempre. A lo largo de este tiempo, ha habido rumores de que el famoso fugitivo ha muerto; pero a la vez también ha habido noticias de que estaba trabajando con hampones marselleses en la Costa Azul francesa. Nada de eso ha sido confirmado.
Pero la búsqueda continúa, aun sin saber qué aspecto pueda tener ahora este hombre. Dada la alopecia galopante que padecía cuando se escapó de la prisión de máxima seguridad, es muy probable que hoy esté completamente calvo.
“La trayectoria delincuencial de Bueno Latorre es una de las más importantes de España, no solo por la cantidad e importancia de los delitos que se le atribuyen, sino por la peligrosidad de este hombre”, aseguraba un informe del grupo antiatracos de Barcelona que aún le sigue el rastro. Un psiquiatra que le examinó unos pocos días antes de que se fugara para siempre le describía así: “Es un hombre con una inteligencia normal, tiene un pensamiento pobre de contenido, su capacidad de ideación está parcialmente bloqueada por sus escasos recursos y sufre una gran inestabilidad afectiva, con predominio de la depresión”. Y, sin embargo, ese tipo de “inteligencia normal” es una pesadilla, una espina clavada en el corazón de la policía.
La familia de Bueno Latorre había emigrado desde Sevilla a Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) en busca de una vida mejor. El pequeño Rafael, desarraigado e indómito, nunca se adaptó a Cataluña. Primero empezó con los tirones de bolsos y otros robos de menor cuantía por los que a los 16 años dio con sus jóvenes huesos en el reformatorio de Wad-Ras. Allí pasó unos días, los necesarios hasta que se hizo con la situación, y huyó. Esa fue su primera fuga. Se convirtió en un perro callejero.
Con 18 años entró en la Modelo de Barcelona para cumplir una pena de un año. Al recobrar la libertad, se tiró de lleno al arroyo y pronto se hizo un hueco entre los atracadores más reputados de Cataluña y la Comunidad Valenciana.
Las fuerzas de seguridad acabaron echándole el guante. En 1978, se evadió de la cárcel madrileña de Carabanchel y así, a sus escasos 24 años, se doctoró en delincuencia con matrícula de honor. Cuatro meses después, la Guardia Civil volvió a apresarlo. Desde entonces, recorrió varios penales de España hasta que recaló en el de Burgos en mayo de 1982. Y lo que ocurrió a partir de ese momento ya es conocido: su sangrienta fuga del Hospital Provincial de Burgos en el otoño de 1983 y su posterior evasión —última y definitiva— de la cárcel de máxima seguridad de Alcalá-Meco durante la Semana Santa de 1984... y, hoy en día, no hay la menor pista de él, según admiten fuentes policiales.
El misterio que envuelve a Bueno Latorre es similar al que rodea a otro criminal: Antonio Anglés, presunto asesino y violador de Miriam García, Desiré Hernández y Antonia Gómez, las niñas de Alcàsser (Valencia) a las que secuestró junto con Miguel Ricart [hoy cumpliendo condena] la noche del 13 de noviembre de 1992. El triple asesinato fue un hachazo para la sociedad española. El Ministerio del Interior desplegó la mayor operación policial jamás vista para dar caza a un delincuente. Pero este logró eludir el cerco, huir a Portugal y embarcar de polizón en el mercante City of Plymouth. Cuando el barco atracó en Dublín, no había rastro de Anglés. Hasta hoy.
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