Un hombre de Derecho y de poder
Ejerció las dos pasiones con coraje cívico, al mismo tiempo que con un profundo sentido de la amistad y de la lealtad
Fue un hombre de Derecho. Y de poder. Como escribiera Jorge Manrique del maestre Don Rodrigo, puede decirse también de él que “tantas veces puso la vida por su ley al tablero”, pues ejerció esas dos pasiones -el Derecho, el poder al servicio del Derecho- con coraje cívico, al mismo tiempo que con un profundo sentido de la amistad y de la lealtad, con lo que podríamos llamar bonhomía. Sí, como el maese, no dudó en empeñar en esa tarea su inteligencia y su voluntad y, como saben todos los que le trataron, una y otra eran cosa seria.
Un hombre de Derecho, un jurista. Ya como joven abogado, empleó toda su capacidad al servicio de lo que siempre entendió como criterio de justicia, los derechos humanos. Por eso, ejerció ante el tribunal del TOP y también ante los tribunales militares de excepción, defendiendo a quienes se oponían a la dictadura, aunque no compartiera ni su propósito ni sus métodos, como en el caso de los acusados del proceso de Burgos. Sin su concurso, no se puede entender el avance de la cultura de los derechos humanos en nuestro país. Es decir, sin su trabajo como abogado, como diputado constituyente y como presidente del Congreso; sin su contribución teórica como investigador; sin su magisterio como profesor universitario y maestro de muchos otros profesores e investigadores.
Y sí. Fue también un hombre de poder. Lo fue cuando se batió contra el poder de la dictadura franquista sin esconderse, arriesgando su profesión y su carrera académica, desde Cuadernos, con Ruiz Jiménez y Elías Díaz, y luego en el PSOE. Y llegado el momento –también su momento- cuando ejerció el poder que le tocó. Todos los obituarios recogerán el hecho de que Peces-Barba, hijo de un significado fiscal -republicano y católico- condenado a muerte por Franco, fue una figura importante, incluso decisiva, de la Transición y por ello de nuestra historia. Ni la Constitución ni, probablemente, los primeros años del Gobierno del PSOE, habrían sido lo mismo sin él. En todos esas situaciones ejerció el poder, y un poder muy considerable, porque sabía ser influyente. También en la universidad, la universidad pública, fue un hombre de Derecho y de poder. Así, dedicó la mayor parte del último tramo de su vida a levantar la Universidad Carlos III “de Madrid” (como a él le gustaba repetir, por más que sus sedes fueran Getafe, Leganés y Colmenarejo), a la que consagró todas sus energías como rector fundador, con indiscutible éxito.
Contra el poder o encarnando el poder político o el académico, actuó con acierto la gran mayoría de las veces, aunque se equivocara -y no poco- en algunas ocasiones. Lo hizo siempre, creo, guiado por tres ideales por los que se batió a fondo: derechos humanos, democracia y Constitución. Habría que añadir otro, una concepción de España que muchos calificaron de jacobina (lo que no le disgustaba, sobre todo por su acendrada francofilia) aunque supo matizarla con un respeto a la pluralidad, oscurecido en alguna desafortunada intervención de última hora, por la que se disculpó enseguida. Y el espíritu de servicio público que le hizo chocar, entre otros, con las posiciones reaccionarias de la jerarquía católica o de los manipuladores de las víctimas del terrorismo. Quizá debería sumar a ello una afición por el madridismo –una debilidad, diríamos algunos amigos suyos culés, que también los tuvo- que desbordaba su sentido común e incluso el del humor, una pasión sólo comparable a su devoción por el género chico.
Pero para mí, para muchos de nosotros, fue sobre todo, como profesor de Filosofía del Derecho estudioso de Maritain, de Kelsen y de Bobbio, un maestro y un compañero. Tenía vínculos familiares con Valencia, con colegas de nuestra Universitat como Jacobo y Gustau Muñoz o J Manuel Rodríguez Uribes, y nunca dejó de acudir a las invitaciones que le llegaban desde aquí. Aunque muy alejado de las tesis de alguno de nuestros mayores, como D José Corts Grau, los trató siempre con elegancia, como la que guardó para con su coetáneo y colega del Departamento de Valencia, el profesor Ballesteros, por quien preguntaba con respeto y cariño, aun en momentos de los inevitables conflictos “académicos”.
Es frecuente que los obituarios se conviertan en panegíricos. No creo que a Gregorio Peces-Barba le gustara. Porque, pese a que le importaba mucho, muchísimo, ser querido, nunca abandonó un punto de ironía, de crítica y autocrítica, que le alejaba del halago que tanto le buscó cuando era un ejemplo de poder institucional y podía dispensar favores. Haber disfrutado del privilegio de su amistad, haber colaborado con él durante muchos años, ahora mismo por ejemplo en su historia de los derechos humanos que avanza por el octavo volumen y en el proyecto Consolider en el que dirigía a medio centenar de investigadores, quizá me sirva de disculpa para la falta de imparcialidad. Amicus cum vides, obliviscere miserias, escribió Apio Claudio. No, no es sólo la presencia física del amigo la que nos ayuda a levantar la mirada. Porque la amistad, como el amor, es más fuerte que la muerte.
Javier de Lucas es catedrático de Filosofía de Derecho.
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