El rey desnudo
La esfera de la vida privada está subordinada a los requerimientos de dignidad que impone la Corona
En la basílica de Saint Denis, necrópolis de los monarcas franceses hasta Luis XVIII, se encuentra la expresión más acabada de la teoría de los dos cuerpos del rey. En la parte superior del monumento mortuorio, cada monarca y su pareja aparecen con toda la pompa de su cargo; bajo el dosel, estatuas yacentes les muestran en la decadencia física propia de la vejez, apenas cubiertos sus cuerpos por velos: de ahí la denominación de reyes desnudos. Una dualidad que se mantiene hasta el presente, para subrayar que bajo la personalidad política del portador de la Corona se encuentra su condición humana. ¿Significa eso que vida pública y vida privada del rey se confunden y que todas sus acciones, incluso las más íntimas, son públicas? No exactamente. Pero sí implica que esa esfera privada se encuentra subordinada a los requerimientos de la dignidad que impone la Corona. Especialmente en un tiempo donde los medios de comunicación de masas lo escudriñan todo, esa exigencia nunca debe ser desatendida, ya que las infracciones recaen sobre el prestigio de la institución. Y como pusieron de relieve los vaivenes sufridos por la Casa Real británica, la popularidad puede ceder paso a la irritación y al distanciamiento de la opinión pública.
Algo así ha afectado en estos últimos tiempos a la imagen de don Juan Carlos, culminando en el accidente de la siniestra cacería, después de una secuencia de acontecimientos a cual más desfavorable para la Casa del Rey y para él mismo. La respuesta ofrecida al salir del hospital es tan sencilla como hábil. Juan Carlos, sin el don, se presenta ante los españoles como rey desnudo, en su condición de hombre aparentemente ingenuo y compungido, como un muchacho que ha cometido una falta y pide perdón, ahora a los ciudadanos, pero como si fuera a sus padres, y según requiere el caso promete no volver a hacerlo. Las responsabilidades no se precisan, y con inteligencia se evita cualquier alusión a la dignidad regia, lo que hubiera creado una impresión de distanciamiento, y por consiguiente favorecido el rechazo en los destinatarios del mensaje.
Así, la herida afectiva puede cicatrizar, aun cuando no es seguro tal resultado en otras facetas del episodio. De entrada, hay que distinguir entre la escapada como tal y la finalidad de la misma. El daño de imagen en este segundo aspecto es irreparable y merecido. Cuando todo el mundo insiste en la defensa de las especies amenazadas, va don Juan Carlos y se dedica a matar elefantes en un bantustán. Se habla también de que anteriormente había acabado con varios osos pardos en los Cárpatos, especie víctima ya en el pasado del sadismo cinegético de Ceaucescu, quien los eliminaba desde el helicóptero. Impresentable. En cuanto a la vocación de escapar, siempre fue una constante desde sus tiempos de Príncipe, cuando los policías franquistas de vigilancia le odiaban por esa propensión, y por algo más. Luego vinieron las motos y las relaciones femeninas. Comprensible, pero con dos inconvenientes: la puesta en cuestión de la propia seguridad —lo que de paso sugiere la exigencia de institucionalizar el papel del Príncipe como suplente en casos de emergencia—, y los gastos de los desplazamientos, que recaen sobre los contribuyentes sumidos en la crisis. Nuevo factor de desprestigio.
Conviene recordar que en la historia de España, de Fernando VII a Alfonso XIII, pasando por la Reina Castiza, la principal fuerza impulsora del republicanismo ha sido una sucesión de monarcas tan despreciables moral e intelectualmente como nocivos para el país. Isabel de Inglaterra hereda la grandeza de la Reina Victoria; a pesar de sus innegables servicios a la Transición, Juan Carlos I debe su trono a Franco. De ahí que tanto él como el príncipe Felipe sean los primeros interesados en que el caso Nóos no afecte a la Corona. Y que resulte imprescindible analizar los documentos diplomáticos alemanes, hoy accesibles, que ya en torno al 23-F cuestionan la actitud del Rey en aquella crisis.
Y por fin queda el 2%, un recorte presupuestario a la Casa del Rey que, de consumarse, es tan infamante para quien lo concede como para el receptor. Tendríamos al Rey como vértice del nuevo orden privilegiado que en la España de Mariano Rajoy consagra una enorme desigualdad: ¿para qué aplicar el análisis informático de Hacienda a las correlaciones entre signos externos de riqueza bien visibles y declaraciones de renta en vez de cargar la factura sobre los pensionistas? La definición del privilegio por Sieyès en 1789 sigue siendo actual.
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