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"El paraíso laboral no existe a pesar de que pinten a Alemania como ejemplo"

"Leo las noticias sobre mi país de vez en cuando como si de un mundo ajeno a mí se tratara y con una mezcla entre añoranza y alivio por no estar ahí metido"

Estimado equipo de EL PAÍS,

Hace poco menos de tres años vine a Alemania como estudiante Erasmus en el último año de mi carrera universitaria. Por aquel entonces me fascinaba el país y su idioma y orienté todos mis esfuerzos a permanecer en él cuando terminara mi programa de intercambio. Aprendí alemán, conseguí los títulos necesarios, terminé mis estudios y conseguí un trabajo en Frankfurt relacionado con mi carrera, pero para el que no necesariamente se necesitaba un título académico.

En el momento en que decidí no volver a España después de mis estudios lo hice de una manera completamente voluntaria, más por el gusto por descubrir nuevos entornos y culturas que por el de tener unas expectativas laborales mejores. Hoy en día siento que, si bien permanezco en Alemania por voluntad propia, me sería imposible volver a España en caso de querer hacerlo.

Aquí vivo de manera independiente, en mi piso y con mi dinero, que tampoco es mucho, el paraíso laboral no existe a pesar de que pinten a Alemania como ejemplo a tomar en cuenta, desengáñense, y aunque ser un “expatriado” (inmigrante es una palabra que a los españoles no nos gusta nada) no es en absoluto fácil, me siento por lo menos en el camino hacia mi realización personal.

¿Cuál sería mi alternativa, sin embargo?, ¿volver a la casa de mis padres en España y no encontrar ningún trabajo a pesar de tener dos titulaciones universitarias y tres idiomas?, ¿esquilmar la economía familiar?, ¿pasar de ser independiente a convertirme en una carga?.

Leo las noticias sobre mi país de vez en cuando como si de un mundo ajeno a mí se tratara y con una mezcla entre añoranza y alivio por no estar ahí metido. Cuando hablo con mis amigos y antiguos compañeros de carrera ni siquiera pregunto por el trabajo, las cosas están como están y no hay que hundir el dedo en la llaga. Todo es buscar culpables, mirar al pasado, analizar las causas -que son muchas- y lamentarse sin encontrar una solución.

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No quiero ser pesimista con estas palabras, para nada, sino más bien alentador. Hagamos memoria de lo bueno que tenemos como país dejando a un lado el clima y el paisaje, que nos vinieron dados. Por ellos no tenemos ningún mérito y, sin embargo, los destruimos, los troceamos y los vendimos al turismo por el precio de nuestras almas. Centrémonos en nuestra lengua, viva y fuerte, que es a la vez muchas, y en nuestros corazones tranquilos. Seamos conscientes de que décadas de dictadura no llegaron a destruirnos, aunque nos dejaran gravemente heridos; de que nuestras costumbres y manías fueron preservadas conservándose en esencia puras, siendo tan valiosas las buenas como las malas, porque son las nuestras. Tenemos la literatura y el cine. Y la arquitectura, fruto de civilizaciones que cayeron en nuestro país como en la tela de una araña, y se quedaron y crecieron.

Tenemos los niños que se hieren las rodillas jugando entre los escombros, sucios y con miradas vivas, y que sólo necesitan una señal, una palabra, para poner todo su empeño en una causa. Tenemos las sombras a mediodía sobre las calles, y las terrazas soleadas que funden nuestro sudor con la alegría que no podemos permitirnos perder.

No olvidemos que lo mejor que tenemos lo hemos hecho nosotros mismos, y que no se puede vender ni rebajar. Olvidarlo es condenarse a la esclavitud o a la autodestrucción por hastío. Levantemos, pues, las cabezas y miremos alrededor: ¿qué queremos de nuestra casa y que se ha hecho aquí de ella?. No tenemos que tomar la historia como venga, sino conducirla por el cauce de los sentimientos, que son nuestros deseos.

Temo que si algún día decidiera volver a mi país, a mi casa, me encontrara con las puertas cerradas y nadie en ella.

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