El político resistente
Entrevista a Manuel Fraga publicada el 30 de abril de 2006 en El País Semanal
… “Yo soy quien soy, nunca he fingido”. Solo un personaje como Manuel Fraga es capaz de definirse a sí mismo con tan certera rotundidad. Es casi inexpugnable, contundente, sin recovecos. Y a sus 83 años todavía se apura la barba con la misma ferocidad de su carácter. Pero tiene, cuando quiere, una paciencia infinita, como queda patente en esta entrevista en tres tormentosos pero cordiales encuentros y una sesión de fotos.
Fraga lleva dedicado a la política casi 60 años. Ha sido ministro en la dictadura de Franco, pero acosado por los franquistas de la última hora, fundador y refundador del partido de la gran derecha, con la que siempre había soñado. Fue también fustigador de las izquierdas, junto con las que luego lograría la transición a la democracia. Eterno líder de la oposición y frustrado aspirante a la presidencia del Gobierno, hizo de Galicia su Baviera particular y presidió la Xunta con cuatro mayorías absolutas, y solo un pacto entre los socialistas y el Bloque lograron arrebatarle su omnímodo poder. Nadie podrá discutirle dos cosas: su amor a Galicia y el mérito de haber logrado colocar a su tierra en el mapa de España.
Pero Fraga ha sido y es ante todo un recio patriota, un hombre de Estado capaz de embridar su autoritario carácter y sus ideas más queridas para lograr una política de consenso y reconciliación que ha ahuyentado, para siempre en este país, la sombra de la Guerra Civil. A esta tarea, comprometida en solemne juramento personal, ha dedicado su vida. Hoy trabaja en su despacho del Senado pensando en las reformas del futuro como si tuviera toda la vida por delante. Y la tiene.
Cuando le veía entrar en este despacho del Senado a sus 83 años, tirando de sus maletones de papeles, renqueando, me pregunté qué es lo que le hace tirar de esa manera, tan empecinada, de la vida que le pueda quedar.
Usted sabe bien que yo soy hijo de trabajadores, y que mi madre tuvo que criar a 12 hijos con mucho trabajo y sufrimiento, la pobre. Mi padre era hijo de un carpintero de aldea, de una parroquia rural de Villalba, que se vio obligado a emigrar a Cuba, y yo pertenezco a una familia de gentes que se han hecho a sí mismas. La verdad es que no he sabido hacer otra cosa en esta vida más que trabajar, que a eso me enseñaron desde niño.
No sé yo si su biografía de servidor del Estado, su decisión de seguir quemando horas en la actividad política, le impide aceptar, humildemente, que el cementerio está lleno de gente imprescindible.
Bueno… Es evidente que yo no me opongo a morirme… (je, je), pero que tampoco voy a poner yo la fecha, porque no me pienso suicidar, como es natural. Pero sé que llegará un momento en que pueda ocurrir, que mire usted cómo está el pobre Suárez, que ha perdido las facultades. A mí, por el momento, no me han abandonado esas facultades y creo que todavía puedo, y voy a hacer un buen trabajo. Pero tengo muy claro que se va a poder prescindir de mí, que eso es absolutamente inevitable. Y la prueba es que ya lo he demostrado dando paso a mis sucesores y sin caer en la tentación de seguir mangoneando por detrás, como han hecho otros. Mire, yo no puedo evitar que haya desconfiados y resentidos, pero la verdad es que llevo 55 años en la vida pública y que sólo he pretendido aprovechar la lección que me dio mi padre de saber generar confianza para ayudar a la gente.
Pero me sorprende que usted, que en su vida lo ha tenido y lo ha perdido casi todo, siga demostrando que es la vanidad política lo que todavía le alimenta las venas. Podía estar tranquilamente en su casa, o en un monasterio de Galicia, de los que tanto disfruta de vez en cuando.
La verdad es que mi opción por la vida monacal me la planteé seriamente cuando terminé el bachillerato y pensé en ingresar en el monasterio de Samos. Pero en aquel momento mi padre me ayudó a ponderar que ésa no era mi vocación. Por lo tanto no lo voy a hacer ahora, aunque la verdad es que a estas alturas tengo poco a lo que renunciar. Usted sabe que yo soy “oblato” (vinculado por votos privados) de la orden benedictina de Samos y que tengo mucha simpatía por esa gente. Pero lo cierto es que, después de aquellos ejercicios espirituales que hice allí, tuve clara mi vocación política. Y adquirí entonces un compromiso firme: hacer todo lo que estuviera en mi mano para que mi país no sufriera de nuevo una guerra civil como la que padecimos. Creo que he cumplido esa promesa y que he dado todo lo que tenía, humana y políticamente, en mi vocación de servicio público.
Pero ha sido usted incapaz de sacarle partido a la parte lúdica de la vida, de darse un respiro, de disfrutar sin autodisciplina ni horarios de cuartel.
Eso no es del todo así. Yo he disfrutado mucho de la vida familiar y de la caza y de la pesca y de la gente. Pero lo que se llama la vida de playboy nunca ha sido lo mío, aunque ya se imagina usted que en mi juventud pude hacer cosas que no iban con mi carácter ni con mi forma de estar en la vida. Es verdad que he vivido con el pie en el acelerador, pero no me arrepiento porque todo el tiempo ha sido poco para tantas cosas como las que había que hacer en este país. Sí le diré que tengo la conciencia tranquila y que de los errores que haya podido cometer, que habrán muchísimos, prefiero que hablen mis enemigos.
Muchos de ellos no estaban dispuestos a que usted ocupara un lugar determinante en la España democrática. Me gustaría saber cómo encajaba usted aquello de “¡Fraga, el pueblo no te traga!”, aquella ferocidad con la que le rechazaban en la calle durante la etapa más tensa de la transición.
Yo encajaba aquello como algo inevitable, pero también como algo que sabía que estaba destinado a fracasar. ¡Y vaya que fracasó! Ellos fueron los que se equivocaron, porque eran gentes capaces sólo de pensar en sus resentimientos. Como usted puede suponer, todo aquello me hizo sufrir lo mío, aunque yo sabía que como no era verdad, porque yo estaba seguro de que no reflejaba el pensamiento de la mayoría de los españoles, no iban a poder conmigo. ¡Y aquí estoy yo y aquí seguiré estando!
Debió ser muy duro, incluso para usted, verse recibido por la España de la incipiente democracia como un apestado, ¿no?
Fue muy duro para mí percibir aquel rechazo vociferante aunque minoritario. Pero fue duro porque era injusto, porque si había alguien que desde la derecha estaba haciendo algo para impulsar la transición, ése era yo. Y, bueno, había gente que pensaba que había que enterrar todo el periodo anterior, igual que ahora hay gente que quiere desenterrar cosas para recuperar la memoria histórica, dicen ellos, porque quieren revisar la transición. Yo le aseguro que quienes están ahora en eso, que los hay, están tremendamente equivocados. En cuanto a lo de apestado, le tengo que decir que siempre recibí el aliento y el apoyo de la gente de buen sentido con la que me entendí para hacer el texto de la Constitución, gentes como Santiago Carrillo o Felipe González, o tantos otros por los que nunca me sentí rechazado sino reconocido.
Es cierto que desde la izquierda se le reconocían a usted sus denodados esfuerzos por agrupar y retener dentro del sistema democrático a gentes que, digamos, no estaban por la labor y que le tenían en un continuo sobresalto.
Bueno, aquello no fue un camino fácil, sin duda, pero, salvo casos recalcitrantes, la mayoría entendió lo que yo trataba de llevar a su convencimiento: que España no podía vivir aislada en Europa, que aquella apertura que yo había iniciado desde aquel Ministerio de Información y Turismo de la etapa anterior no era suficiente y que había que instalar una democracia que nos homologara internacionalmente. Ésa fue la idea que yo logré inculcar en la derecha, aunque, todo hay que decirlo, con no pocas dificultades.
Nadie en este país le niega su decisivo papel en la construcción de la democracia. Pero también es cierto que fue usted un leal servidor de la dictadura de Franco en su etapa más convulsa.
Sí, sí, pero contribuyendo siempre a una evolución razonable de aquel régimen. Yo hice una Ley de Prensa que supuso un gran avance, e hicimos una Ley de Libertad Religiosa realmente notable. Lo único que no pude hacer, porque se enfrentaron conmigo sectores muy influyentes, fue la Ley de Asociaciones Políticas, a la que luego se apuntaron las gentes de la Secretaría General del Movimiento que se habían opuesto.
Pero usted sirvió leal y activamente a aquella dictadura, y eso no hay quien lo borre de su biografía, señor Fraga.
¡No, no! ¡Yo no fui un servidor de una dictadura que yo contribuyera a crear! Yo me encontré con que, en aquel momento, para hacer política, había que hacerla desde dentro y procurando mejorar las cosas, y eso no me lo puede negar nadie.
Siempre me he preguntado y se lo pregunto a usted ahora, por primera vez desde que le conozco, si nunca tuvo un sentimiento de repugnancia, de duda de conciencia, de tentación de no permanecer en aquella complicidad con la dictadura franquista.
¡Yo lo de mi complicidad con la dictadura no lo se lo voy a aceptar de ninguna manera! La verdad es que yo fui llamado por el Generalísimo para ocupar la cartera de Información y Turismo, aunque en principio había pensado en mí para Educación y luego no se atrevió. Y tengo que decirle que yo le advertí con claridad lo que quería hacer con la Ley de Prensa, y que asumía el riesgo de que me cesara si no le gustaba lo que estaba pensando hacer. Luego sí que es bien cierto que hubo gente muy cercana a Franco, que no él, que quiso crearme problemas, que me acusó de querer ir demasiado deprisa. ¡Para que usted me acuse ahora de complicidad!
Es que aquella complicidad suya, con perdón, le llevó incluso a implicarse en uno de los fusilamientos del régimen: el del comunista Julián Grimau. Usted legitimó aquel fusilamiento dirigiendo una campaña de prensa verdaderamente atroz.
¡No, no! Es verdad que Grimau apareció entonces como un sanguinario asesino, pero es que realmente lo había sido. Pero le repito que yo tenía hacer… cosas para hacer posibles otras, y ése fue un caso, pero hubo muchos más en los que hubo que templar gaitas. Pero, en definitiva, yo saqué adelante la Ley de Prensa y muchas más cosas, y hubo que pagar un precio por ello. El que esté en política sin saber que eso es así pues que se crea que está en el reino de los cielos. Para mí aquello fue muy duro, se lo aseguro.
¿Era preciso aquel fusilamiento?
Ésa es una pregunta que no estoy dispuesto a contestar. Le repito que si yo hice aquello fue porque lo consideré necesario para poder hacer otras cosas. Y, desde luego, Grimau no era un personaje precisamente simpático, ni mucho menos. Yo lamenté muchísimo aquello y que aquel hombre hubiera decidido venirse a España, pero no precisamente a colaborar en una transición pacífica sino a la lucha comunista, a todo lo que los comunistas habían hecho en España hasta el 36.
Pero ¿no se arrepiente de haber colaborado en aquella ejecución?
No. Yo me arrepiento de muchas cosas, pero sólo se las cuento a mi confesor, y usted, evidentemente, no lo es.
Yo sólo pretendo acercarme a su vida con la libertad que usted me ha permitido siempre y que ahora también me permite decirle que fue una suerte que Santiago Carrillo salvara la vida para que usted pudiera presentarle en aquel Club Siglo XXI. Allí comenzó realmente la verdadera reconciliación nacional, la transición.
La verdad es que fue en plena Guerra Civil cuando me dije a mí mismo que aquello no podía volver a pasar nunca más. Pero yo sólo he contribuido modestamente a esa reconciliación, porque ha sido el conjunto del país el que la ha hecho posible. En cuanto a Santiago Carrillo, tengo que decir que cuando me decidí a presentarle en el Club Siglo XXI estaba seguro de que su actitud y su concepción del comunismo ya nada tenían que ver con aquel viejo comunismo soviético que tantos errores y atrocidades había cometido. Y también tengo que decir que no me equivoqué, y que él y aquella gente de la izquierda contribuyó a que los dos bandos se encontraran en el camino de la transición, que fue un camino difícil pero lleno de generosidad por ambas partes. Por eso me irrita que hoy surja algún botarate que alimente el guerracivilismo, como se está haciendo de una forma irresponsable y peligrosa, desenterrando fantasmas del pasado, promoviendo desde la reivindicación de la memoria histórica un encarnizado ajuste de cuentas. Además se está jugando con cosas muy serias, las relaciones con la Iglesia, la educación, la unidad de España…
¿Tiene usted la sensación de que los políticos de hoy están malbaratando la herencia de los que se dejaron la piel en la transición?
Pues la verdad es que tengo mis dudas, pero sí pienso que algunos se están equivocando gravemente. Es bien cierto que las cosas no pueden ser perpetuas, y mucho menos en los momentos de cambios tan tremendos que vive el mundo. Pero somos muchos los que desde la experiencia (también en la izquierda, que contribuyó de forma decisiva a lograr el entendimiento y el imperio de lo razonable), los que pensamos que hay que salvar las cosas esenciales, los principios éticos, la concepción de la política como servicio público. A mí me consta que esa reflexión se está produciendo ahora.
Pues a mí me parece una actitud cínica que la derecha que le combatió tan encarnizadamente hoy repita, hasta la náusea, que echa de menos a Felipe González. Pero también hay muchos socialistas que le echan de menos a usted, quizá porque fue un líder de la oposición leal, aunque un tanto ingenuo.
¡Qué quiere usted que le diga! Yo hice lo que tenía que hacer y ahora son otros los que hacen su política, y nadie me puede negar que yo he sabido dar paso. Es cierto, y me satisface que se reconozca, que yo fui leal, que ejercí como líder de la leal oposición, que me comporté de la única manera que sé hacerlo, que es seriamente. Lo que sí tengo que decir es que el que hoy no es leal es el Gobierno, que está rompiendo todos los pactos y todos los puentes que construimos en la transición con mucho esfuerzo.
Pero quienes le sucedieron en el partido le tacharon a usted de demasiado leal, demasiado blando con González. Y la verdad es que fue finalmente Aznar, y no usted, el que logró tumbar a Felipe. Imagino que le costó mucho superar aquello.
Hay un romance que dice: “Si no vencí, reyes moros, engendré quien los venciera”. Yo también puedo decir eso con justeza.
Pero ¿no tuvo usted alguna vez la percepción de que Felipe González le ‘liaba’, le tomaba el pelo en aquellas escenas del sofá y del consenso?
Él nunca me engañó. Él defendía sus intereses, como es natural, pero desde una posición, también la suya, de lealtad, y pienso que de sinceridad. Por lo demás, él representaba a un partido fundado por Pablo Iglesias, con un peso y una historia, y yo había arrancado de la nada. Pero sí le tengo que decir que en aquel momento, a diferencia de lo que ocurre ahora, estábamos todos de acuerdo en lo esencial, que era salvar el paso de la transición y que, en general, fuimos capaces de reconocernos unos a otros. Todos estuvimos en los mismos objetivos nacionales, de Estado, cosa que hoy no ocurre por parte del actual presidente del Gobierno, que se ha propuesto reabrir la transición. Yo estoy seguro de que Felipe González nunca hubiera facilitado situaciones tan peligrosas como la del nuevo Estatuto de Cataluña, ni hubiera pactado nunca con personajes como Carod Rovira, por ejemplo. La verdad es que yo no veo en el socialismo de hoy la misma claridad de ideas que tuvieron los dirigentes de la etapa anterior, y no tengo inconveniente en reconocer que González se comportó como un hombre de Estado y cumplió con su deber como lo hicimos otros. No coincidimos en algunas cosas, en las formas sobre todo, pero ni él ni yo jugamos con el futuro de España.
Pero usted sabe que Felipe González nunca entendió aquella insólita posición suya de defender la abstención en el referéndum de la OTAN sin importarle aquel abismo que podía abrirse ante nuestros pies.
He intentado explicarlo varias veces. Yo estaba intentando crear un gran partido de centro-derecha, intentaba juntar lo que Cánovas y Maura no habían podido juntar. Había una situación muy delicada en las relaciones con la democracia cristiana y los liberales y toda aquella gente con la que me tenía que entender. Y en aquel momento, la verdad es que fueron otros, no yo, los que impusieron su criterio. Ellos entendieron que, después de la ambigüedad inicial de los socialistas, se daban las condiciones para responder con una sanción que, aseguraban, tendría serias consecuencias para el socialismo; ellos buscaban la liquidación del socialismo. La verdad es que yo no lo entendía así, primero porque eso yo no lo veía posible y ni siquiera conveniente, porque el socialismo ya era entonces una izquierda moderada importante para este país. Y entonces tuve una conversación muy interesante con Alfonso Guerra y buscamos el término medio de la abstención, aunque los otros eran partidarios de votar que no en el aquel momento.
No me diga que “los otros”, o sea, la democracia cristiana, le obligaron a usted a votar contra sus convicciones en algo tan esencial.
La política tiene exigencias duras, y yo no quería que se rompiera la coalición que tanto trabajo me había costado formar, y ante aquel riesgo cierto opté por el mal menor que era evitar la ruptura, aunque luego ya ve dónde acabaron algunos, como el señor Alzaga, que nunca más se supo de él en la política de este país. Tengo la seguridad de que hice lo que tenía que hacer y que no me queda ninguna amargura dentro, pero sí el peso de una gran experiencia y conocimiento de las personas. Por lo demás, a mí no me pareció mal que hubiera gente nuestra que votara sí, y le confieso que yo mismo no me sentí nada feliz votando aquella abstención.
En aquella ocasión, señor Fraga, como en otras, usted no se mostró como el personaje autoritario que se ha forjado, sino como alguien influenciable, fácil de llevar a unas posiciones u otras.
Es que yo estoy convencido de que si uno se coloca en una posición autoritaria es más fácil que cometa un error. Creo que ya he demostrado que he sabido jugar con flexibilidad y sentido de la oportunidad política, con sentido común en definitiva.
Pero su carácter, señor Fraga… ¡Cuánto le han perjudicado sus prontos, sus reacciones airadas, ese inapelable “no tengo nada más que decir” que ha dejado a tanta gente petrificada. Usted ha provocado mucho temor entre las personas que le han tratado.
¡Es que hay veces que uno no tiene nada más que decir, cosa que estoy a punto de decirle también a usted si insiste en ciertas preguntas! Mire, yo soy el que soy, y creo que algún servicio he prestado a este país y que el balance es positivo. Naturalmente, he cometido errores como todo el mundo, pero yo creo que también he ido moldeando mi carácter con el paso de los años, he sido capaz de cambiar, porque además mi condición de cristiano también me obliga a hacer examen de conciencia para volver a empezar de nuevo todos los días.
Yo siempre le he visto a usted como un perro ladrador pero poco mordedor.
Pues se equivoca usted. Porque yo cuando he tenido que morder, he mordido, y cuando he tenido que ladrar, he ladrado.
Y cuando ha tenido que ceder el sillón también lo ha hecho, pero quién le iba a decir que aquel Aznar que le pedía ‘humildemente’ tutela, en aquel Congreso de la sucesión, le iba a dar a usted sopas con onda. Aunque siempre me ha quedado la duda de si usted estaba de acuerdo con aquella encarnizada oposición que hizo para lograr el poder.
No estoy muy seguro de que eso de las sopas sea la expresión más afortunada, pero la verdad es que él llegó adonde yo quería que llegara. En cuanto a la oposición que hizo, lo que está claro es que entonces se actuó en función de lo que se estaba jugando, porque aquella situación había llegado al límite, porque todos los proyectos políticos tienen su final. Pero no quiero hablar más de esto, porque yo entonces ya no tenía elementos de juicio para saber lo que se estaba haciendo y porque yo sólo he dado consejos cuando me los han pedido. Aznar usó bien mi confianza, y sólo su decisión de no volver a presentarse fue discutible porque nos metió en problemas imprevistos.
Aznar tuvo todo el poder en el partido, pero no le gustaba un pelo que usted no le permitiera ‘entrar’ en el PP de Galicia, en el que nada se movía sin que usted lo permitiera. Y le ponía de los nervios aquel tufillo galleguista que usted alimentaba.
Pues le tengo que decir que yo siempre actué con absoluta lealtad a la dirección nacional de mi partido, y que como todo el mundo sabe no soy ni nacionalista ni separatista. Sí es cierto que yo hice una serie de propuestas para que Galicia tuviera una participación en la defensa de sus intereses en Europa que entonces no se tuvieron en cuenta quizás porque desde Madrid no se vieron las cosas como yo las veía. Ahora mis ideas las están capitalizando los socialistas, lamentablemente.
Tampoco “en Madrid” vieron las cosas como usted en el drama del ‘Prestige’. La verdad es que nunca le vi sufrir tanto desde la muerte de su esposa, y nunca entendí por qué se quitó de en medio ni cómo se le ocurriría echarse en los brazos de Aznar, precisamente.
Aquello fue realmente una gran desgracia para Galicia. Y es cierto que yo sufrí mucho porque todo fue tremendo, sobre todo la actuación de quienes cayeron sobre nosotros porque pensaron que había llegado su hora. Es cierto que yo cometí errores, pero también es verdad que hice todo lo que pude por buscar ayudas, que no era cosa fácil. Y no es cierto que me quitara de en medio, pero sí comprendí que estábamos ante un problema en el que yo no podía aparecer como el salvador universal, sino que era preciso que el Gobierno nos ayudara. La verdad es que hubo un momento en el que me sentí desbordado y que quizás, puede ser, caí sin darme cuenta en una actitud, si usted quiere, un tanto ingenua. Y, desde luego, las decisiones importantes, como la de alejar el barco de la costa, se tomaron siempre en Madrid.
No sé si en medio de aquella marejada tuvo tiempo de percibir que aquello, que le hizo perder el apoyo de mucha gente, acostumbrada a ‘otro’ Fraga, le estaba advirtiendo del principio del final.
Los peligros eran más que evidentes, claro. Pero cuando uno tiene la satisfacción del deber cumplido no puede hacer más que asumir la realidad. Y en cualquier caso quedó claro que ni aquella tremenda catástrofe nos separó de la gente más allá de una situación de inevitable desgaste después de cuatro mayorías absolutas y una quinta en la que no lo conseguimos ¡por un solo diputado! Para mí el haber podido gobernar Galicia durante un tan largo periodo de tiempo ha sido, sin duda, una de las mayores satisfacciones que me ha dado la vida junto con la experiencia de que cuando los proyectos políticos son sólidos y serios no desaparecen de la noche a la mañana. Nosotros hicimos una apuesta muy seria por las inversiones en infraestructuras y comunicación, en educación y en dotaciones sanitarias, y eso significa que hemos puesto las bases, y algo más, de la Galicia del futuro. La verdad es que los señores de la oposición tengo que reconocer también que no se han portado mal conmigo y que, por ejemplo, el presidente Touriño me ha tratado a mí y a mi trabajo por Galicia con un respeto que, en fin, quizás sea merecido, dicho esto sin falsa modestia.
Pienso que sería cicatero, y un tanto miserable, no reconocer que usted situó a Galicia en el mapa, que siempre habrá un antes y un después de Fraga y que los gallegos se lo deben. Pero usted cometió un error que…
Errores habré cometido muchos, como todo ser humano. Pero no sé en cuál ha preferido fijarse usted, que a veces parece usted un fiscal y no una periodista.
Me refiero a su debilidad, que jamás ha tenido consigo mismo pero sí con los demás, que ha permitido durante su largo mandato construir el entramado de una Galicia clientelar que ha vivido de las amplias redes de la influencia política.
Pues yo creo que exagera usted mucho, y le puedo asegurar que la Galicia que yo he gobernado ha mejorado muchísimo en esos temas y que, desde luego, no es Marbella. Claro que los políticos no son santos, como yo no lo soy tampoco, pero es bien cierto que en temas de corrupción no resisten la comparación otras regiones de España. Ya le he dicho que Galicia no ha sido Marbella. Y el día que el cielo baje a la tierra, pues me avisa.
Vale. Pero no me puedo olvidar de cómo se agarraban tantos a su liderazgo como a una tabla de salvación. Aunque algunos se le subieron a las barbas y le acusaron de bloquear su sucesión, de querer permanecer apalancado en el sillón por los siglos de los siglos.
Pues si se agarraban sería porque mi candidatura no era una mala idea. Aunque usted sabe muy bien que lo hice porque me pareció inevitable y que era mi obligación ante una situación ciertamente complicada en mi partido. No le niego a usted que fueran momentos muy difíciles para mí, y que tuve que hacer acopio de una paciencia infinita. Pero nadie se me subió a las barbas porque yo me afeito todos los días. Pero lo importante es que se salvó un proyecto político por el que nadie me puede negar que he peleado hasta el final y más allá de mis fuerzas. Luego hemos hecho un congreso abierto y hemos elegido un tipo estupendo. Y yo me he quitado de en medio como debe ser.
Tuvieron que juntarse el Partido Socialista y el Bloque para poderle, y por poco no lo consiguen. Pienso si no habrá lamentado que se frustrara aquel ‘idilio’ tan fugaz como insólito entre usted y Xoxé Manuel Beiras, que hubiera hecho posible una mayoría de Gobierno bien distinta…
Tanto como eso que usted sugiere… Pero sí es lo cierto que habíamos logrado un “armisticio”, y eso sí que hubiera sido muy bueno para el futuro de Galicia. Pero luego vino el Prestige y Beiras se dejó engañar, y acabaron con él de mala manera. Pero, en fin, yo creo que hubiera sido muy bueno ese entendimiento, porque eso significaba que el galleguismo no dividía entre el nacionalista y el no nacionalista, sino que nos uniríamos todos como quería el gran Ramón Piñeiro, al que yo siempre guardaré una estima especial. En cualquier caso, sí le puedo asegurar que mi disposición a ese entendimiento era sincera, como sinceras y francas fueron las conversaciones que tuvimos Beiras y yo. Lamentablemente, hay ocasiones en que la política hace imposible lo que es necesario.
No podemos acabar esta conversación sin hablar de ETA. Y no tengo más remedio que recordarle que hace ya 20 años que usted dijo aquello de que era capaz de acabar con el terrorismo en seis meses. No sé si querría hoy matizar sus palabras.
Hubo un momento en el que se podía haber hecho mucho más en la lucha contra el terrorismo y que ese momento no se aprovechó, y eso lo mantengo. También quiero decir que los paralelismos que se están haciendo ahora entre el País Vasco e Irlanda del Norte son absolutamente disparatados y que la experiencia irlandesa no nos resulta útil. Para mí es evidente que ahora habría que dar facilidades para que, cumpliendo el Estado de derecho, se llegase a un acuerdo. Un acuerdo por el que, una vez entregadas las armas y abandonado todo tipo de violencia, se podría facilitar el acercamiento de los presos, la reducción de algunas condenas, la aplicación del código del 93… Pero siempre partiendo de una rendición clara e incondicional por parte de ETA.
Dígame si no le preocupa que el PP pueda ser barrido de la historia si no se sube de una vez al tren de la paz.
¡No, no! No vamos a ser barridos por la historia porque lo que estamos haciendo es ayudar, pero sin saltarnos las reglas del juego. Creo que eso es lo que está haciendo Rajoy, es lo que yo le he aconsejado, y creo que lo está haciendo muy bien.
No sé si querrá decirme, con claridad, en qué alma de su partido se siente más cómodo, ¿en la de Aznar y Acebes o en la de Ruiz Gallardón y Rodrigo Rato?
Ésa es una pregunta a la que no le voy a contestar. Lo único que le voy a decir es que yo apuesto por el futuro de mi partido. Y no le voy a dar más pistas, por mucho que lo intente.
Por intentar… Lo que me gustaría saber es si no está cansado de llevar puesta esa máscara de ferocidad que le protege y que ensombrece su biografía al mismo tiempo.
Pues le tengo que decir que yo nunca he fingido nada y que soy el que soy. He sido feroz cuando he tenido que serlo, pero también he sabido ser apaciguador y he tenido que templar muchas gaitas en mi vida, muchas. Además, hasta el mismo Jesucristo, que fue el ser más pacífico del mundo, echó a los mercaderes del templo con un látigo. Con mis cualidades y mis defectos creo que soy un hombre de bien y que he contribuido seriamente a que en mi país haya paz política y concordia. Espero que eso, al menos, se me reconozca algún día. Pero no he sido don Quijote ni he ganado la batalla de Pavía.
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