La sonrisa del nuevo régimen
El vicesecretario de comunicación del PP ha sido uno de los lanceros de Rajoy
La sonrisa ladeada de Esteban González Pons (Valencia, 1964) es el resultado de un complicado y contradictorio trazo biológico. En la misma posición puede resultar simpática e hiriente a la vez. Hay demasiada cordialidad y demasiados colmillos en tan poco espacio. Es como si el viajero Richard Ford, cuando pasó por Valencia en el siglo XIX, se hubiese fijado en él para consignar que los valencianos, "como la hiena riente" pasaban, sin hacer descompresión, "al gruñido y al mordisco". Como si lo hubiese tratado cuando determinó que "sonríen, y muerden al tiempo que sonríen".
Esa dualidad, casi incompatible, unida a su fosforescencia oral le ha permitido perdurar en un territorio donde la siniestralidad es más elevada que en ningún otro oficio. La mayoría de amigos que formaron el clan del bar El Agujero en los tiempos de la Facultad de Derecho, como Francisco Camps o Vicente Burgos, ya están en el pudridero. Y, sin embargo, él, casado y con seis hijos, sigue en la brecha como vicesecretario de Comunicación del PP, se ha convertido en uno de los lanceros de Mariano Rajoy con mayores expectativas para el 21-N y, además, se ha posicionado como un sólido referente de futuro en un PP valenciano descabezado por diversos escándalos de corrupción entre los que ha deambulado sin que le salpicaran.
González Pons siempre fue el heraldo de Camps, a quien había conocido en el colegio de los Jesuitas
González Pons siempre fue el heraldo de Camps, a quien había conocido en el colegio de los Jesuitas en los días en que, contraviniendo la moral de la burguesía del Ensanche de la que procede, se dejó crecer el pelo y tarareó trovas de Silvio Rodríguez con un Chesterfield sin filtro en la comisura. Entonces el hijo del endocrino González ya había descubierto que su equilibrio era la paradoja. Por ejemplo, soltar parrafadas de Bakunin bebiendo Coca-Cola. Ahí es donde su brillo se volvía más incandescente. Se notaba que en los veranos en Nàquera y Villa Pons, en Benicàssim, se ponía ciego de José Salinas y metabolizaba su conceptismo manifestado en contrasentidos.
Junto a Burgos, que presidía Nuevas Generaciones en la Comunidad Valenciana, y Camps, abandonó los devaneos con el PSOE, al que votó en 1982, y recuperó su formato de pijo del Ensanche. Olvidó a Bakunin e intensificó su adicción a la Coca-Cola. Se deshizo del Opel Corsa y de los escasos asuntos que llegó a despachar como abogado y, con poco más de 30 años, entró en Madrid como senador. Su labia y su sonrisa enseguida deslumbraron a Ángel Acebes y a Pío García Escudero. Este último hizo de él el portavoz más joven del Senado y ese fue el inicio de una larga amistad con el micrófono que le permitiría hinchar su alma de poliedro y desarrollar las mil caras de su repertorio, con su correspondiente paradoja: apóstol informático y quijote del papel, ecologista y tutor de la escabechina del ladrillo, volteriano y abogado del ardor nacionalcatolicista del purpurado Agustín García-Gasco, depredador mediático y poeta por SMS o propagandista de Stéphane Hessel y Mayo del 68 ante los jóvenes engominados del PP. Pero él se tiene por liberal, barroco y de centro.
Camps lo requirió en junio de 2003 para que formase parte de su primer Consell. En solo cuatro años ocupó tres consejerías distintas, una marca de velocidad todavía imbatida: Cultura y Educación, Relaciones Institucionales y Comunicación, y Territorio y Vivienda. En cada una de ellas el presidente le encomendó una misión imposible: poner en marcha una política de tintes valencianistas en medio del hervor español del PP, alejar la imagen de que el Consell era un Gobierno de ocurrencias y pintar de verde los excesos urbanísticos.
Camps, abandonó los devaneos con el PSOE, al que votó en 1982, y recuperó su formato de pijo del Ensanche
En esa legislatura, donde más partido sacó de sí mismo fue en el cargo de portavoz del Consell. Camps lo recicló, por su caudalosa locuacidad, como responsable de comunicación del Grupo Popular en las Cortes Valencianas en la siguiente legislatura, y a la primera oportunidad, en 2008, lo situó de número uno en las listas del Congreso de los Diputados por Valencia para taponarle el sitio a Eduardo Zaplana. Su misión era prepararle el terreno en Madrid a Camps, que se iba a convertir en uno de los principales barones regionales del PP tras su apoyo a Rajoy en el congreso de Valencia. González Pons fue laureado con la vicesecretaría de Comunicación pero a Camps lo asió la justicia por las solapas de la chaqueta y, políticamente, ha quedado sepultado en el fondo de su armario.
González Pons ha puesto la mano en el fuego por la inocencia de Camps varias veces, pero en el libro que acaba de publicar sobre su itinerario personal, Camisa blanca (editorial Ruzafa Show) no hay ninguna foto con él. Todo el camino que ha abierto con el machete para Camps es ahora suyo. Su adicción a los titulares y su voracidad mediática le abren muchas posibilidades. Su único obstáculo es su propia efervescencia verbal, que le ha hecho derrapar varias veces en muy poco tiempo, prometiendo tres millones y medio de puestos de trabajo o llamando idiotas a los votantes del PSOE. Porque la ironía, como el cinismo, es un complicado ejercicio de funambulismo en el que es muy fácil caerse. Y cuanto más alto se ha subido, más grande es el porrazo.
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