Política sin ETA
Todos tendrán que acostumbrarse a actuar sin su sombra; sobre todo, la izquierda ‘abertzale’
Es lógico mantener una reserva de desconfianza ante el último comunicado de ETA, pero no lo es ignorar su singularidad e importancia. Por la naturaleza del compromiso —cese definitivo de la violencia— y por la forma en que se ha llegado al mismo: sin condiciones pactadas y en un contexto que hace muy difícil la marcha atrás.
Habría llegado el momento, por tanto, de hacer política no como si ETA no existiera, pues no se ha disuelto, pero sí en un marco en que puede razonablemente darse por supuesto que no habrá atentados. Tiene poco sentido menospreciar ese dato alegando que la violencia no es lo más importante, que son los de siempre y siguen defendiendo aquello por lo que mataron. El cese de la violencia sí es lo más importante, aunque permanezcan otros problemas. Primero, por las víctimas que no habrá; segundo, porque eliminar la violencia es la condición para poder abordar esos otros problemas, ahora en mejores condiciones: sin la sombra de los atentados que daban credibilidad a sus amenazas, a su matonismo de barrio o pueblo.
Los que durante tres décadas se han beneficiado de su proximidad a ETA no se han vuelto demócratas por la renuncia a matar de la banda: siguen haciendo alarde de ideas y comportamientos intolerantes o fanáticos que será necesario combatir. La cínica disculpa de la agresión en Toulouse de la presidenta de Navarra ilustra lo arraigado de esa mentalidad impositiva, de la que también hay pruebas en los escritos y declaraciones recientes de sus líderes. La pretensión de hablar en nombre de todo el pueblo vasco, o de saltarse las reglas de juego forzando una negociación extraparlamentaria de sus aspiraciones o pretensiones como si fueran derechos innegables, son otras manifestaciones de esa actitud.
Tendrán que acostumbrarse a considerar que las suyas son posiciones de parte, y no verdades indiscutibles. La autodeterminación, por ejemplo. Es cierto que ya no se puede acallar el debate con el argumento de que es solo un pretexto para justificar la violencia. Pero tampoco hay por qué aceptar que su no reconocimiento constitucional pruebe un defecto de origen de la democracia española. Casi ningún país del mundo sería democrático si esa fuera la condición. También los demócratas tendrán que adaptarse a la nueva situación. La hipótesis de que sin atentados el soberanismo radical se hundiría electoralmente no parece que vaya a verificarse a corto plazo. Es posible que, como en Irlanda del Norte, ocurra lo contrario, y ello obliga a los demócratas, nacionalistas incluidos, a articular una estrategia de defensa de la autonomía como marco mucho más integrador que cualquier otro. Y no hay razón para plegarse a las prioridades de la izquierda abertzale. Por ejemplo, sobre el adelanto electoral, para que entre ya en la Cámara vasca; o sobre la derogación inmediata de la Ley de Partidos. O sobre el acercamiento de los presos a Euskadi, asunto que habrá de plantearse, con calma y en el marco de la ley, tras las elecciones, y no ahora, con urgencia, como si fuera algo que se les debe.
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