Los profetas desarmados
Su debilidad ha llevado a ETA a aceptar la única estrategia disponible: la desarmada de Otegi
Lo que ha finalizado con el cese definitivo de la actividad armada de ETA ha sido la oleada de terrorismo que siguió a la rebelión juvenil del 68. Daniel Cohn Bendit ha dicho que, junto a otros efectos positivos, la peor herencia de aquellas jornadas fue un vanguardismo que se transformó en “algo horrible, el terrorismo”. Y tras reconocer que también él estuvo fascinado por la violencia (“el poder estaba en la punta del fusil”), ha lamentado que hubiera grupos “que nos tomaron la palabra, se armaron de revólveres y de bombas y la realidad no tardó en superar a la ficción”.
De la constelación de grupos terroristas de esa generación han sido el IRA y ETA las que más han resistido. Pero puede que esa duración guarde relación no solo con su ideología nacionalista, que les ha proporcionado un apoyo social considerable, sino con el componente vanguardista, leninista, incorporado a comienzos de los setenta.
En el caso de ETA, la idea de que el objetivo prioritario era la perpetuación de la propia organización fue asumido desde que se adoptó la estrategia de la negociación. “Quede claro de antemano”, decía un documento interno de 1987, que la aceptación de la alternativa KAS (su programa de entonces) “no implica la desaparición de la lucha armada ni de la organización que la practica, sino su adaptación a las nuevas características del combate, bajo la óptica de la necesidad de la violencia revolucionaria organizada para conquistar los objetivos estratégicos”.
Se parte de la idea incuestionable de que esos objetivos finales, la independencia y el socialismo, no son alcanzables por la vía pacífica. La coartada que necesitaban para supeditar cualquier otra consideración a su permanencia indefinida. Esto se ha mantenido hasta hace poco. Un documento del pasado verano advertía: “ETA no dará nunca las armas al enemigo, las guardará. ETA no desaparecería, continuaría como organización política dentro de la izquierda abertzale hasta que otro tipo de situaciones y debates diga lo contrario”.
Jorge Semprún, el Federico Sánchez de la clandestinidad antifranquista, fallecido en junio pasado, dejó testimonio, en una de sus últimas intervenciones públicas, de una manifestación de esa ideología vanguardista: relata un encuentro en Moscú, en 1960, de Carrillo, Ignacio Gallego y él con Mijail Suslov, el teórico por antonomasia del comunismo sovietico. Tras escuchar el informe de Carrillo sobre la estrategia de reconciliación nacional, lucha pacífica de masas, etc. Suslov respondió, dice Semprún, con una regañina escandalizada iniciada con esta frase: “¡Cómo un partido leninista puede olvidar que la lucha armada nunca puede dejarse de lado!” (La generación del 56. Marcial Pons. 2010).
Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Carrillo no renunció a la política de reconciliación nacional y ETA ha acabado reconociendo lo que su exjefe Pakito había dicho a fines de 2004 (razón por la que fue expulsado): que había llegado el momento de traspasar la dirección al brazo político del MLNV, es decir, a los profetas desarmados. Ha tardado en llegar porque si algo aprendió ETA (militar) de la experiencia del final de los poli-milis es que si se deja la dirección en manos de los políticos, acaban prescindiendo del frente militar. Pero en ese movimiento parecen mandar ahora los políticos, tras un pulso en el que se han visto favorecidos por una serie de factores, en parte casuales y en parte provocados por la política antiterrorista del Gobierno, que han debilitado a ETA al punto de que el 90% de sus miembros está en la cárcel; y los que siguen fuera carecen de cualquier estrategia que pudiera dar sentido a la continuidad de la violencia (fuera del objetivo circular de la propia perpetuación).
La detención de las sucesivas cúpulas ha llevado a la dirección a personas inexpertas que han acabado agarrándose a la única estrategia que había sobre la mesa, que era la de Otegi. La cual implicaba el abandono de las armas. Y aunque no es todavía la esperada disolución, si se parte de que todo es un montaje cínico de los encapuchados destinado a favorecer electoral y políticamente a su brazo político, tampoco el anuncio de disolución ni incluso la entrega de armas (podrían comprar otras) garantizaría la irreversibilidad.
Si la marcha atrás es improbable se debe a que tendrían mucho que perder, y no, por ahora, a un rechazo moral del recurso a la coacción violenta. Eso suele venir después. Pues aunque el fin de la violencia no es el fin del fanatismo (piedad para los míos, indiferencia para las víctimas ajenas) la ausencia de atentados favorecerá probablemente la desfanatización. Lo que es una razón adicional para alegrarse del paso dado por los profetas.
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