Una ley procesal para este mundo
Hace pocas semanas se celebró en Seúl (Corea) la IV Cumbre Mundial de Fiscales Generales organizada por Naciones Unidas. En ella se sucedieron las intervenciones de los representantes de los ministerios públicos que desempeñan un papel más relevante en el actual marco global de lucha contra el delito. Todos, sin excepción, como viene sucediendo desde hace años, coincidimos en reconocer como objetivo esencial e inaplazable la progresiva integración y el refuerzo de la cooperación entre los distintos sistemas jurídicos. Creemos que solo por esa vía será posible salvaguardar el respeto a la ley y, por tanto, la seguridad de los ciudadanos en un mundo que, gracias a la tecnología aplicada a las comunicaciones y los transportes, ya no tiene fronteras para el crimen. Pero sí para la justicia, aún fuertemente vinculada a la noción de soberanía territorial.
Todos coincidimos, pues, en el diagnóstico y en la voluntad de trabajar en común. Pero uno —solo uno— de los intervinientes era distinto, porque su sistema procesal es diferente y no encaja, no se entiende, no dispone de referencias homologables que faciliten ese esfuerzo compartido. Era, claro está, el representante de España.
En el ministerio fiscal español hemos reflexionado largamente y sabemos que el éxito de la cooperación jurídica internacional depende de la existencia de órganos e instrumentos capaces de reconocerse y coordinarse directa y horizontalmente, de Estado a Estado, para hacer más ágil la colaboración y no tropezar a cada paso con el obstáculo de nuestras propias diferencias en la persecución transfronteriza del delincuente. Esas estrategias incluyen también en nuestro contexto regional más cercano avances institucionales como la creación de un fiscal europeo, previsto por el Tratado de Lisboa para la protección de los intereses económicos de la Unión (cuya imperiosa necesidad no parece difícil de percibir en estos días), o la progresiva armonización marcada, en el ámbito de las garantías y las libertades, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Pero el vetusto modelo español no cuadra en esos parámetros. Nuestro ordenamiento permanece lastrado por un modelo de proceso penal diseñado hace 129 años, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, lógicamente fruto de su tiempo y reflejo de un mundo que, ocioso es decirlo, nada tenía que ver con el que conocemos y habitamos los españoles de la segunda década del siglo XXI.
Por eso no es de extrañar que en las últimas décadas ese modelo haya ido sobreviviendo penosamente, parche a parche, en buena medida gracias al mérito de jueces, fiscales y demás profesionales del derecho, al permanente goteo de condenas del propio Tribunal de Estrasburgo o del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
La protección del secreto de las comunicaciones, la imparcialidad de los tribunales, el derecho del condenado a que la sentencia sea revisada por un tribunal superior, la efectividad de un proceso con todas las garantías, integran, con otras cuantas materias, el elenco de insuficiencias que han ido denunciando en nuestro caduco sistema la comunidad jurídica europea y la propia ONU, a través de sus órganos encargados de velar por los derechos y las libertades. En el terreno de la cooperación internacional, cada vez más vital para nuestra seguridad colectiva, la supervivencia de este sistema procesal (el modelo inquisitivo posmedieval) abandonado ya por los países con los que tenemos que colaborar, y cuya colaboración necesitamos, se ha convertido en un grave impedimento. No nos entienden.
El fiscal norteamericano, o el ruso, o el británico (ya incluso el francés en la mayor parte de los casos), no comprenden que en las tareas de diseño de una operación internacional contra una organización narcotraficante, o en la desarticulación a escala mundial de una red de pornografía infantil, aparezca entre ellos, que están construyendo los cimientos de la acusación, un juez que, procedente de alguna localidad española que ni siquiera alcanzan a identificar en el mapa, y a cuyos requerimientos no saben cómo responder, afirma que, además de juez, y al mismo tiempo, también es investigador.
Sus modelos son sin duda diversos, unos —los nórdicos— se acercan más a la raíz policial; otros, como los italianos o los franceses, presentan y defienden el perfil de la magistratura postulante; y algunos, como los norteamericanos, han desarrollado una concepción de la legitimación democrática de la política criminal que los incluye de lleno en el ámbito del Poder Ejecutivo. Pero todos tienen dentro del proceso la misma función esencial, la defensa de la legalidad frente al crimen desde una posición acusadora, y todos identifican al juez con el tercero independiente que, como árbitro del proceso, es garante de la igualdad de armas, y por tanto custodio de los límites que ellos, los acusadores, no pueden traspasar. Todos, menos nosotros. El juez español investiga para que el fiscal acuse, y es el fiscal quien —dice la ley vigente— inspecciona el sumario. Por eso no nos entienden, y trabajar con nosotros les resulta más difícil.
En un mundo en el que la justicia ha saltado a la era digital, el sistema español sigue emitiendo señales analógicas que el paradigma universal no puede leer. Incluso si todos estuvieran equivocados, y nuestra vieja y singular fórmula fuera mejor que la suya, deberíamos pensar en las consecuencias de ese progresivo aislamiento. Pero es que, además, basta asomarse a los datos de nuestra Justicia Penal (casi cinco millones anuales de procedimientos judiciales de los que solo llegan a término 300.000, con graves problemas para ejecutar luego las sentencias) y a la opinión de los españoles sobre ella para dudar de tan autocomplaciente premisa.
El Consejo de Ministros ha aprobado recientemente un anteproyecto de ley que podría dar la vuelta por completo a esa situación. Habla en lenguaje del presente de problemas de hoy, y busca desde la perspectiva de la Constitución soluciones técnicas para afrontarlos. Podemos y debemos debatirlo cuanto queramos, formular objeciones y aportar matices que enriquecerán sin duda el texto, en busca del imprescindible consenso para convertirlo en ley. Ahora, o mañana. Pero, por el bien de todos, al margen de ideologías o de sensibilidades, de partidismos o de tendencias, no deberíamos seguir hablando, en un ámbito tan serio como el de la tutela procesal de la seguridad y las libertades, un lenguaje distinto del que manejan nuestros imprescindibles interlocutores. Necesitamos, mejor pronto que tarde, un modelo procesal homologable y comprensible para hacer frente al grave desafío de la criminalidad global. Un modelo moderno para el que la propuesta que se acaba de hacer pública constituye un sólido punto de partida. Una ley procesal española para este mundo.
Cándido Conde-Pumpido es fiscal general del Estado.
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