Nonagenarios en la manifestación
Según Stéphane Hessel, autor de 'Indignaos', el ensayo de Edgar Morin 'La vía para el futuro de la humanidad' contiene la respuesta a muchas de las preguntas que él formula en su libro
Edgar Morin publica La vía para el futuro de la humanidad (Paidós) y recibe el elogio de Stéphane Hessel, autor del panfleto ¡Indignaos! Este, a su vez, ha contado con el decidido apoyo de José Luis Sampedro, quien ha escrito el prólogo para la edición española del panfleto. La cadena de afinidades que ha ido articulando estos y otros autores nada tendría de singular si no fuera porque, después de tantos años de culto a la juventud y de omnipresencia de los discursos generacionales, la edad de todos ellos, nonagenarios o próximos a serlo, no parecía la mejor credencial para el éxito editorial, y quién sabe si ideológico, que han obtenido en el plazo de pocas semanas. Entre los factores que se suelen incluir en todos los análisis sobre las acampadas que han tenido lugar en España, y en menor proporción en otros países, destaca siempre uno: la influencia de estos autores, convertidos en maîtres-à-penser de las revueltas ciudadanas. El propio nombre con el que se conoce a los participantes, indignados, remite a Stéphane Hessel.
Un panfleto cumple plenamente su función cuando provoca lo que ha provocado ¡Indignaos!, aunar la voluntad de un grupo de personas como el que ha acampado en las plazas de diversas ciudades españolas. El contexto económico y político era sin duda propicio para que el panfleto de Hessel alcanzase su objetivo, pero este hecho, por sí solo, no es suficiente para explicar el eco que ha encontrado entre los más jóvenes. Como tampoco lo es el contenido mismo del panfleto, cuyo planteamiento no es ofrecer ideas nuevas, sino lamentar la traición de las que la historia habría decantado como las más nobles. En realidad, Hessel no propone marchar hacia un futuro inédito de la democracia, sino regresar a unos orígenes que él sitúa en los ideales de la Resistencia contra el nazismo. Tal vez ahí se encuentre la explicación de por qué un grupo de autores nonagenarios son reconocidos por una juventud que, hasta ahora, había crecido entre elogios publicitarios a su condición, por más que no se tradujeran en medios de vida a la altura de su formación y de sus expectativas. Si de lo que se trata es de regenerar la democracia, de restaurar sus esencias más auténticas, esos autores, precisamente por nonagenarios, tienen la autoridad y la legitimidad para hacerlo, porque, a ojos de los más jóvenes, son el puente entre la edad de oro de la democracia ahora traicionada y la imperiosa necesidad actual de manifestarse en las calles para recuperarla.
A diferencia de Hessel en ¡Indignaos!, el propósito de Edgar Morin (París, 1921) en La vía para el futuro de la humanidad es esbozar las reformas que conducirán a la democracia futura, donde quedarían restablecidas las ideas que la historia habría decantado como las más nobles. Comparte con Hessel la opinión de que los valores de la auténtica democracia han sido traicionados y de que, de no actuar, el mundo corre un peligro cierto e inminente, lo que impregna su texto de un vago aroma milenarista. Pero su mirada, con todo, se concentra en el porvenir, intentando conjurar los sombríos presagios mediante la traducción de los viejos valores democráticos, de los valores que ha traicionado la sociedad actual, en nuevos objetivos y nuevos medios para alcanzarlos. Morin asume, así, una apuesta intelectual de alto riesgo, puesto que antepone su condición de teórico del futuro a la de testigo del pasado, invirtiendo la opción que hace Hessel y de la que su panfleto ¡Indignaos! habría obtenido el predicamento del que goza entre los jóvenes. Quizá Morin también lo obtenga en tiempos de desasosiego, pero será a costa de reincidir en equívocos intelectuales conocidos.
Morin podría estar confundiendo, e induciendo, por tanto, a confundir, el enunciado de un problema con su solución. Lo mismo cuando habla de la escasez del agua como recurso que cuando reclama la reforma de la educación, la familia o la sociedad de consumo, señala con énfasis qué es lo que habría que hacer, y en lo que resulta imposible estar en desacuerdo, desentendiéndose de cómo habría que hacerlo, que es donde se sitúa el debate político. Este equívoco no es independiente de otro, que consiste en imaginar que el orden del mundo depende únicamente de las ideas, no de las ideas más los intereses que, en torno a ellas, hacen valer los distintos grupos sociales. En la descripción de la realidad que realiza Morin faltan en demasiadas ocasiones los sujetos que le dan forma, y que resultarían perdedores o ganadores si se llevasen a cabo las iniciativas y las reformas que propone. La democracia, en último extremo, es solo un procedimiento para que la pugna de intereses, articulados en torno a diferentes ideas, se resuelva a través de reglas pactadas y pacíficas.
Esas reglas, y las instituciones que surgen de ellas, se encuentran hoy gravemente deterioradas, hasta el punto de que están dejando de cumplir su función. Pero ignorar su existencia no parece el mejor camino, ni por cuestiones de principio ni por motivos de eficacia, para restablecer el esplendor del que gozaron en una supuesta edad de oro hoy traicionada.
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