Es en África donde podemos aprender a ser nómadas de nuevo y no refugiados
Las tensiones por el acceso al agua o la energía aumentarán a medida que las ciudades tengan necesidades que superen su capacidad de producción territorial. El conflicto es inevitable. Y el desastre. A menos que cambiemos radicalmente la forma de construir. Y África debe ser el escenario de esta reinvención
Sebha desaparecerá. La capital del Fezzan libio, rica en hidrocarburos, se había convertido en la mayor aglomeración del Sáhara. Durante años, se ha beneficiado de la convergencia de capital público y privado y de la llegada de miles de inmigrantes. Sometida a una presión demográfica muy fuerte, la ciudad de las arenas está ahora condenada. Tarde o temprano, la falta de agua la vaciará de sus habitantes. Su territorio tendrá que ser devuelto a la naturaleza.
Sebha no es un caso aislado. En todas partes, barrios y ciudades están en peligro de extinción. Aquí, por la subida del nivel de las aguas, allí, por la desertización galopante, los mega incendios o los ciclones repetidos. Estas son por supuesto las consecuencias devastadoras y sin precedentes del cambio climático, que el último informe del IPCC acaba de recordarnos, aunque no es el único motivo.
Al participar en sistemas de producción tóxicos, hemos degradado la naturaleza y el clima. Al mismo tiempo, desde el inicio de la era industrial, nos hemos adherido masivamente a esa loca fantasía de la ciudad sin límites, capaz de absorber cada vez más habitantes, sin cuestionar su capacidad de satisfacer sus necesidades básicas.
Basta con fijarse en Los Ángeles: desde hace tiempo, la mayor área metropolitana de California no dispone de suficientes recursos hídricos. Los obtiene de la Sierra Nevada, a casi 600 kilómetros de distancia. Durante años, el espejismo funcionó. Pero incluso en una de las regiones más ricas del mundo, esta infraestructura, a la que no le importan las fronteras ni las distancias, se está agotando. Los Ángeles lleva dos décadas de cortes de agua incompatibles con el nivel de vida de sus habitantes.
En los países ricos, el sistema se está resquebrajando más rápido de lo que se temía. En África, la emergencia es absoluta. Es el último continente en urbanizarse, y el que lo está haciendo más rápidamente, sin una estructura estatal capaz de financiar las infraestructuras que ello implica. África alberga 86 de las 100 ciudades de más mayor crecimiento del mundo, debido a las altas tasas de natalidad y a la migración del campo a la ciudad. Al menos 79 de ellas ―¡incluyendo 15 capitales!― se enfrentan a riesgos extremos debido al cambio climático.
Al participar en sistemas de producción tóxicos, hemos degradado la naturaleza y el clima. Al mismo tiempo, desde el inicio de la era industrial, nos hemos adherido masivamente a esa loca fantasía de la ciudad sin límites
Los 13,2 millones de habitantes de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, ya son víctimas habituales de las inundaciones. Serán el doble en 2035. En Etiopía, el número de habitantes de las ciudades pasará de 24 a 74 millones en las próximas tres décadas. La población urbana de Egipto alcanzará entonces los 85 millones de habitantes, frente a los 43 millones actuales. Tanto es así que las autoridades han decidido crear una nueva capital para aliviar el infierno urbano de El Cairo.
¿Cómo proporcionar viviendas y equipos, carreteras y transportes, agua potable y saneamiento a un ritmo tan sostenido? Es imposible. Las tensiones por el acceso al agua, la energía o las telecomunicaciones aumentarán a medida que las ciudades sigan teniendo necesidades que superen su capacidad de producción territorial. El conflicto es inevitable. Nos dirigimos hacia el desastre.
A menos que cambiemos radicalmente la forma de construir el mundo. En África, como en otras partes, esto significa en primer lugar poner fin a la ilusión de la ciudad sin límites. Algunas, como Sebha, tendrán que ser abandonados a la naturaleza, y habrá que construir miles nuevas. Pero se debe invertir el pensamiento, para encontrar un equilibrio entre población, recursos y territorio. La nueva ciudad debe tener un tamaño limitado por sus propios recursos: si un territorio determinado puede proporcionar agua y energía a 50.000 personas, la futura ciudad no deberá superar ese tamaño.
Para ello, hay que volver a las infraestructuras visibles del pasado, que formaban parte del paisaje, lo que exige una gobernanza colectiva. Así ocurría con los acueductos romanos, pero también con las cuencas de los agdales, que integraban la agricultura urbana, o con los pozos situados en cada barrio, como sigue ocurriendo hoy en Venecia. Esto se está probando hoy en Marruecos, con la creación de la ciudad de Mazagan, cerca de El-Jadida, que ya sabemos que no tendrá más de 200.000 habitantes.
Las consecuencias del cambio climático, la presión demográfica y la urbanización galopante no nos dejan otra opción: África debe ser el escenario de la reinvención de la ciudad en el siglo XXI. Y para ello, es urgente que vuelva a ser un laboratorio de experimentación arquitectónica y urbana, con mayor legitimidad hoy pues no sería ya, como en el pasado, un laboratorio colonial.
Por el contrario, es necesario recurrir a lo que África es capaz de proponer al mundo, a través de modos de organización, de gestión tradicional de los recursos o de utilización de materiales que han caído en el olvido. La experimentación es, por ejemplo, la razón de ser del Pabellón de Marruecos en la Exposición Universal de Dubái 2020. Hecho de tierra cruda, el edificio llega a los 34 metros, una altura sin precedentes para este tipo de construcción. Más duradera que el hormigón, la tierra cruda, material africano por excelencia, también permite prescindir del aire acondicionado en uno de los lugares más calurosos del planeta.
Si África sigue aplicando modelos de planificación urbana diseñados en otros lugares, sin una dimensión crítica, se verá abocada al caos. También en este caso es necesario descolonizar nuestro pensamiento e imaginar organizaciones colectivas que permitan adaptarnos a las grandes transformaciones que el cambio climático ya nos está imponiendo. Es en África donde podemos aprender a ser nómadas de nuevo, para no convertirnos en refugiados.
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