El legado tras la violación y asesinato de una activista contra el VIH
Pumeza Runeyi trabaja desde hace 15 años sensibilizando e informando a los jóvenes sudafricanos sobre el sida. Su compromiso se reafirmó a raíz de la brutal muerte de su prima, en 2003, por ser VIH positiva
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Pumeza Runeyi (Ciudad del Cabo, 1983) no es de las que engrosan las estadísticas de positivos en VIH de Sudáfrica, que con 7,8 millones de contagiados en 2021 —casi el 14% de la población— ostenta la mayor incidencia del mundo. Pero su implicación en la lucha contra el sida es tan legítima como la de quienes se inician en el activismo tras descubrir que han contraído la enfermedad. El detonante para esta sudafricana de voluminosas rastas no fue el resultado inesperado de una prueba, sino algo mucho, muchísimo peor: el asesinato de su prima.
“Salió con sus amigas y fue violada en grupo. Cuando dijo que era portadora del virus, sus agresores la golpearon y apedrearon hasta que murió. Fue asesinada en su propia comunidad”. Runeyi se remonta al 13 de diciembre de 2003 para hablar de Lorna Mlosana, que tenía 21 años y un hijo de cuatro cuando la mataron. Durante el juicio contra el único procesado, Ncedile Ntumbukwana, un testigo aseguró que fue ejecutada por el miedo y la furia que este debió sentir cuando ella le reveló su condición y él comprendió que podía haberse contagiado.
Con serenidad y sin aspavientos, Runeyi señala aquel crimen como el detonante de su activismo. En 2021 es una consolidada líder de la comunidad de Khayelitsha, uno de los más inmensos suburbios de Ciudad del Cabo. Su fama liga con adjetivos como mísero y peligroso, pero también se ha hecho un nombre gracias al coraje de sus habitantes, pioneros mundiales en defender el derecho de los pacientes de VIH a tener acceso gratuito a diagnósticos y tratamientos. Aquí empezó el movimiento ciudadano con las organizaciones Treatment Action Campaign o TAC (Campaña de Acceso a Medicamentos) y Médicos Sin Fronteras (MSF), que fueron los primeros en suministrar antirretrovirales gratuitos.
También en este asentamiento se elevaron las primeras voces en contra de la discriminación. Y aquí tuvo un papel preponderante una jovencísima Pumeza Runeyi: tenía 17 años cuando el asesinato de Mlosana prendió la mecha de su compromiso. “Para mí esto fue la alarma que me señaló que debía ponerme en pie, no podía quedarme callada después de su muerte. Necesitábamos parar a las personas que mataban a otras por vivir con VIH”.
Soy una persona sin VIH, pero que lucha por los derechos de quienes sí lo tienen
Runeyi conocía la TAC porque Mlosana había pertenecido a sus filas, y a sus puertas llamó, sabedora de que el culpable subyacente de la muerte de su prima había sido el estigma. “Había llegado la hora de movilizar a la comunidad, pero no fue fácil porque todos se conocían y la gente prefería apoyar a los perpetradores y les importaba menos que mi prima hubiese muerto”, relata la activista.
Su primera misión como miembro de la TAC fue en la unidad de sensibilización, justo lo que ella quería hacer: hablar sobre el VIH con todos y cada uno de los habitantes de Khayelitsha cuando su sola mención provocaba pavor en quien la escuchaba. “Empecé trabajando con jóvenes, pues en aquella época no había nada específico para ellos en Sudáfrica”. De hecho, ellos son los más vulnerables, pues, según los últimos datos ofrecidos por el Consejo Nacional del Sida de Sudáfrica (Sanac), los contagios aumentan más en la franja de edad de 15 a 24 años, con un 38% de las 200.000 nuevas infecciones de 2017. “Muchos lo pasaban mal porque habían contraído el virus y nadie les prestaba atención, así que no podían entender qué les ocurría. Yo les motivaba a ir al centro de salud y empezar a tomar la medicación y, por supuesto, les ayudaba a aprender y a entender que podían vivir felices y sanos”.
El trabajo de Runeyi no fue nada sencillo. En aquel entonces la TAC y MSF acababan de abrir una clínica para adolescentes de entre 12 y 15 años en Khayelitsha pensada principalmente para que sus usuarios se sintieran cómodos allí. “Podían acudir simplemente a jugar al ping-pong, o a coger condones y marcharse, o pedir servicios de planificación familiar. O tratarse de enfermedades de transmisión sexual o de VIH”, enumera la entrevistada.
Pero sus compañeros y ella se habían marcado un objetivo mayor: distribuir un millón de preservativos en los colegios e institutos de la comunidad y dar información sobre la importancia de usarlos para evitar el contagio durante las relaciones sexuales. Hubieron de establecer primero un foro con los profesores, pues no podían llegar a los alumnos sin tener a los docentes de su parte. Mediante talleres y formaciones les explicaban por qué querían trabajar en los colegios.
También se dieron de bruces con el rechazo de los padres, “muy escépticos” con las intenciones de los activistas. Con ellos también hubieron de reunirse y trabajar a fondo. “Fue muy complicado convencerles de que tener condones en los colegios era importante. Los adolescentes empezaban a tener citas mientras aún iban al colegio. Así que nos queríamos asegurar de que tuvieran la información desde los 12 años para que, luego, cuando tuvieran 14 o 15, encontraran condones disponibles para ellos y quisieran usarlos”, explica.
Runeyi quería asegurarse también de que pudieran contra sus historias, que no tuvieran miedo, un miedo al qué dirán que dominaba la sociedad. “Mi misión era que la gente entendiera que podías tener VIH y aun así disfrutar de una larga vida. Que aún podían volver al colegio, estudiar y convertirse en alguien”.
Rumores y estigma
Su compromiso con un asunto tan impopular no le salió gratis, así como tampoco el hecho de presionar para que se investigara el asesinato de Mlosana, que acabó siendo muy mediático. “Tuve que irme del barrio porque me convertí en un objetivo; pero, desde la TAC me apoyaron y se encargaban de que cada vez que tenía que ir al juzgado llegase con seguridad”.
Otra dificultad añadida fue que se corrió el falso rumor de que ella era seropositiva. Y también se empezó a comentar que era lesbiana. De hecho, lo es, y no pretende ocultarlo. “Sufrí una doble discriminación porque nadie quería hablar de homosexualidad ni de sida… Así que decidí levantarme y hablar por mí misma. Soy una persona sin VIH, pero que lucha por los derechos de quienes sí lo tienen”. Runeyi suspira, con un deje de la indignación que debió sentir en aquel entonces: “En esos años me di cuenta de lo duro que era vivir en Sudáfrica, en Ciudad del Cabo, en Khayelitsha… Si tenías la enfermedad, no podías ser libre. Todo el mundo se iba a asegurar de que sufrieras”.
A pesar de las trabas, su labor se fue dando a conocer y Runeyi se ha convertido en una personalidad. En 2009 empezó a trabajar con MSF y desde 2014 se dedica exclusivamente a asesorar a jóvenes y adolescentes. Hoy en día, en el moderno centro cultural Isivivana del suburbio, donde la organización humanitaria dispone de unas oficinas desde las que se gestionan distintos proyectos relacionados con la salud de los vecinos, todo el mundo la conoce. Y todos quieren contarle algo, pedirle consejo, compartir una preocupación. Sabe tratar a los adolescentes más díscolos, que la ven como una camarada, pues no en vano esta mujer forma y coordina a grupos de chicos y chicas que recorren los institutos pasando a los más pequeños el mensaje que ella lleva 15 años difundiendo.
Cuando echa la vista atrás, Runeyi nota el cambio. Es cierto que Sudáfrica sigue poseyendo las tasas más altas de VIH del mundo, es cierto que queda mucho por hacer, pero ella es optimista porque percibe un cambio de actitud. “Cuando yo empecé los jóvenes no tenían poder, no sabían nada sobre el virus; solo pensaban que era la muerte”. A medida que ha pasado el tiempo, quienes han pasado por sus charlas han aprendido que hay esperanza.
El caso de Lorna Mlosana, por otra parte, se resolvió a medias. Solo uno de los sospechosos, Ntumbukwana, fue declarado culpable del asesinato de la joven y condenado a cadena perpetua, pero en 2009 quedó en libertad.
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