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La fractura eléctrica de Madagascar: las ciudades se rebelan contra los apagones mientras el sur rural sobrevive con paneles solares

Solo el 36% de la población tiene electricidad, un porcentaje que cae al 15% en las poblaciones más remotas. En algunos pueblos meridionales de la isla africana, iniciativas privadas suplen la oferta energética que no brinda el Estado, pero a un precio más alto

Electricidad Madagascar

“Queremos vivir, no sobrevivir” y “Hartos de los cortes de luz”. Al grito de estas consignas, miles de jóvenes salieron el pasado 25 de septiembre a las calles de Antananarivo, la capital de Madagascar, y a otras ciudades del país para manifestarse contra los constantes cortes de electricidad y agua que paralizan su día a día. Las manifestaciones fueron reprimidas violentamente por agentes de policía armados. Según la ONU, al menos 22 personas murieron y más de un centenar resultaron heridas durante las marchas y los disturbios posteriores, unas cifras que el Gobierno afirma que son inexactas. Sin embargo, para intentar contener la indignación, el presidente Andry Rajoelina destituyó primero a su ministro de Energía y, poco después, disolvió a todo su gabinete.

Este estallido, que recuerda a las protestas juveniles en países como Kenia o Nepal, desvela la fragilidad de un sistema eléctrico incapaz de cubrir las necesidades básicas. En Madagascar, una isla del tamaño de Francia situada al sureste del continente africano, solo el 36% de la población tiene electricidad. En las zonas rurales, esa cifra es aún menor: solo el 15% está conectado a la red eléctrica. Esto se debe principalmente a la falta de financiación en esta nación insular, uno de los países más pobres del mundo. Jirama, la empresa energética estatal del Gobierno de Magascar, es deficitaria y no proporciona suficiente energía a las ciudades más grandes de la isla. Como consecuencia de ello, los usuarios sufren apagones que pueden durar hasta ocho horas al día y condicionan la economía, la educación o la sanidad.

A cientos de kilómetros al sur de la capital, el ambiente es muy distinto. En cuanto cae la noche, la música retumba en Mangily. Una mezcla de hip hop malgache y afrobeats resuena en los innumerables bares y tiendas con luces de neón que parpadean a lo largo de la N2, la única carretera asfaltada que atraviesa este pueblo costero. En el puesto de Jean Zandasikadarison, la música se interrumpe brevemente por el característico sonido de tres notas de un ordenador. “Solo estoy conectando una memoria USB”, dice el joven de 22 años.

“Hace unos años, aquí estaba todo oscuro y desierto”, sonríe Zandasikadarison. “¡Pero mira a tu alrededor ahora!“, dice y señala los bares iluminados al otro lado de la calle. “Ahora hay gente por todas partes, hay mucho movimiento. Por fin, nosotros también vivimos en 2025”. El joven regenta un improvisado videoclub desde su cabaña de madera. Por una pequeña cantidad, arrastra los archivos con el ratón a los teléfonos y memorias USB que los clientes conectan a su ordenador portátil. El negocio va viento en popa. “Cada vez más gente tiene teléfonos, televisores y ordenadores. Gracias a la electricidad puedo ganarme la vida”.

El cambio se debe a una minirred solar instalada por la empresa Anka. A las afueras del pueblo, en un campo de baobabs, 32 paneles y varios contenedores de baterías acumulan energía para alimentar a Mangily y a otros pueblos vecinos. La energía les llega a través de un puñado de cables conectados mediante postes aéreos. Sin embargo, cuesta cuatro veces más que la que proporciona la empresa estatal.

“Estos paneles están impulsando la transición hacia la energía verde en Mangily y sus alrededores”, afirma Lance Etarana, de 30 años y gerente de esta pequeña granja solar. Abre las puertas de uno de los contenedores de transporte, que está lleno de baterías que almacenan energía cuando no se utiliza. En una etiqueta amarilla pegada en uno de los contenedores, encima de un gran interruptor rojo, se lee “Villages” (pueblos). “Si acciono este interruptor, se cortará la electricidad en cinco pueblos”, explica Etarana.

Históricamente, la vasta zona sur de la isla, conocida como el Gran Sur, ha recibido poca atención por parte de los gobernantes de la capital. Su interés e inversión se centra en el desarrollo del norte tropical y exuberante, que exporta vainilla y cacao y atrae a muchos turistas. Muchos residentes de la capital ven el Gran Sur como una zona pobre y desfavorecida, plagada de delincuencia.

Sin embargo, en el Gran Sur también se está produciendo una transformación. Mientras el Gobierno ignoraba la región, decenas de empresas vieron oportunidades de inversión en pequeñas plantas de energía solar, proporcionando a más de 360 aldeas de todo el país electricidad fiable por primera vez en los últimos años. Estas inversiones fueron aprobadas por el Gobierno, sabiendo que la empresa estatal Jirama no puede suministrar energía a las aldeas y pueblos más pequeños.

Un importante negocio

Cualquiera que tome la carretera N2 hacia Mangily desde la granja solar puede ver claramente quién está conectado a la red eléctrica y quién no. Junto a los potentes altavoces del distribuidor de películas Jean Zandasikadarison se encuentra el taller del fabricante de muebles Fidy Rakotozafy, quien, gracias a la electricidad que Anka suministra a cambio de una tarifa, por fin puede utilizar herramientas eléctricas pesadas y, por lo tanto, fabricar más muebles en menos tiempo.

“Estas máquinas consumen una enorme cantidad de energía”, explica Rakotozafy, de 35 años apoyado en su enorme sierra. Hasta la llegada de la granja solar, los generadores diésel eran la única fuente de energía del pueblo. Pero el precio del diésel es alto en Madagascar. Rakotozafy tendría que repercutir ese coste a sus clientes. “Entonces mis muebles se encarecerían tanto que nadie los querría”.

Rakotozafy cuenta que solía trabajar en ciudades más grandes, donde se veía obligado a utilizar la energía que suministraba la empresa estatal Jirama. “Aunque la electricidad de Jirama era mucho más barata [que la de Anka], la mayor parte del tiempo era completamente inútil”, se burla. “En las ciudades más grandes, los cortes de energía son muy frecuentes”. Si le encargaban fabricar una cama, por ejemplo, Rakotozafy nunca sabía cuándo podría terminarla, debido a la falta de fiabilidad del suministro eléctrico.

Aunque la electricidad de Jirama era mucho más barata, la mayor parte del tiempo era completamente inútil
Fidy Rakotozafy, fabricante de muebles en Mangily

La llegada de la electricidad no solo ha traído consigo un aumento de la actividad comercial, sino que también ha mejorado la atención sanitaria en Mangily, afirma la comadrona jefe Martina Josuée Sitraka, de 34 años.

Sitraka señala los dispositivos que están conectados a la electricidad en la pequeña clínica: ordenadores, teléfonos, un gran frigorífico azul donde se almacenan las vacunas y un armario donde se desinfectan todo tipo de equipos médicos. En la sala de partos de la clínica, se detiene junto a una silla desgastada, a la que se han añadido dos soportes para sujetar las piernas de las mujeres embarazadas. “Antes, cuando las mujeres embarazadas llegaban a la clínica en mitad de la noche, teníamos que atenderlas a la luz de las velas”, dice. “Gracias a Dios, ahora tenemos equipos y luz”.

La transformación de Mangily no es única: en todo el continente africano, las empresas de energía solar están trabajando para llevar la electricidad a las zonas rurales. Se están llevando a cabo proyectos similares en Kenia, Nigeria, Uganda y Zambia. Todavía queda un largo camino por recorrer en el continente africano. Según las Naciones Unidas, 733 millones de personas en todo el mundo carecen de acceso a la electricidad; 567 millones de ellas viven en África subsahariana. El PNUD, la agencia de desarrollo de la ONU, afirma en sus informes que las denominadas minirredes solares tienen un gran potencial, “especialmente ahora que el coste de los paneles solares está bajando y están surgiendo modelos de negocio cada vez más innovadores en el sector privado”.

Según el experto francés en energía Louis Tavernier, que investiga el mercado energético de la nación insular, países africanos como Madagascar pueden “dar un salto” con plantas de energía solar más pequeñas, evitando la necesidad de conectarse a la red eléctrica convencional. “Sin embargo, el Gobierno tiene la intención de que las redes se conecten finalmente a la red eléctrica convencional”, afirma por teléfono desde París. Este es un requisito del Gobierno para lograr que Madagascar cuente con una red eléctrica en funcionamiento en unas décadas.

Un proceso costoso

Sin embargo, no todos en Mangily pueden sumarse al nuevo desarrollo. “A mí también me gustaría tener electricidad”, dice Lakula Lazarile, una vendedora de carbón vegetal de 67 años. Señala las líneas eléctricas que cuelgan sobre sus productos. “Pero, como la mayoría de la gente de aquí, no me lo puedo permitir; es demasiado caro”.

Aunque la electricidad es muy popular, la mayoría de los habitantes del pueblo siguen cocinando con una mezcla de leña recogida o cortada, o con el carbón vegetal que vende Lazarile. “Sé que el carbón vegetal es malo para el medio ambiente”, murmura. “Pero nuestra familia es pobre; no tenemos otra opción”.

La electricidad que ofrece Anka allí es aproximadamente cuatro veces más costosa que la que pagan los residentes de la capital, Antananarivo, a la empresa estatal Jirama. “Eso se debe a que nuestra electricidad no está subvencionada”, afirma Camille André-Bataille, fundadora y propietaria de la empresa energética Anka.

“Somos una empresa que tiene que obtener beneficios”, afirma André-Bataille. “Promovemos la energía verde y creemos que es importante que la gente deje de talar árboles y cocinar con leña”. Anka, que opera exclusivamente en el Gran Sur, colabora con bancos de desarrollo y organizaciones no gubernamentales para poner en marcha programas de desarrollo. “Pero esos inversores solo quieren obtener beneficios. Los días en los que recibíamos dinero gratis han terminado definitivamente”.

En Mangily, Anka está trabajando en un programa piloto en el que organizaciones de desarrollo alemanas pagan la mitad de los costes de electricidad de unas sesenta pequeñas empresas. Hermann (no tiene apellido, algo habitual en Madagascar), propietario de una tienda y un pequeño restaurante, es uno de los participantes. Sobre una pequeña mesa hay dos grandes ollas eléctricas en las que se cuece arroz, y más lejos hay una placa de inducción eléctrica. Hermann señala el patio trasero de la casa. “Antes cocinábamos todo fuera, con carbón vegetal”, dice.

Las empresas como Anka se sienten atraídas principalmente por pueblos y ciudades pequeñas con muchas empresas dispuestas a pagar por la electricidad, afirma el experto en energía Tavernier. “Ahí es donde reside el mayor valor añadido de estas minirredes”, afirma. “Hay innumerables empresas que pueden aumentar significativamente su productividad con una energía estable. Los hoteles pueden ofrecer de repente habitaciones con aire acondicionado, los restaurantes pueden congelar pescado y carne”. Las viviendas también se conectan si lo desean, pero las compañías eléctricas no suelen estar interesadas en vender a particulares, ya que no obtienen suficientes beneficios. Según Tavernier, esto explica por qué las empresas están pasando por alto los pueblos más remotos y pequeños.

En la clínica del pueblo de Mangily, la comadrona Sitraka cuestiona abiertamente la sensatez de que las empresas asuman la responsabilidad del Estado. Mientras sus colegas dejan a un lado sus teléfonos para atender a la primera paciente del día, un bebé que recibe sus primeras vacunas, Sitraka se dirige a un pozo en el patio de la clínica y saca un cubo de agua turbia. Explica que la clínica no tiene agua corriente, solo esta agua subterránea sucia y salina. “¿Tenemos que esperar a que otra empresa venga e instale agua corriente aquí?”, pregunta con sarcasmo. ”Es hora de que el Gobierno se ponga las pilas. La electricidad por sí sola no es suficiente”.

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