Las mujeres de Lusaka, silenciadas e invisibles por la violencia machista
En uno de los barrios conflictivos de la ciudad capital de Zambia, cientos de mujeres sufren a diario abusos físicos, psicológicos y económicos por parte de sus maridos, en un ambiente de pobreza extrema, alcoholismo y miseria
Dice Grace (nombre ficticio) que sería imposible recordar cuántas veces le ha pegado su marido. Asegura que son incontables. Que hubo semanas que lo hizo todos los días. Que hubo noches, demasiadas, en las que llegaba a casa borracho, le daba una paliza, después se iba de nuevo a la calle, a seguir bebiendo y, al regresar, la despertaba para volver a descargar sobre ella innumerables puñetazos y patadas. “Durante todo este tiempo ha utilizado diferentes objetos: barras de hierro, cuchillos… Tengo marcas en muchas partes del cuerpo y hay un dedo que ni siquiera puedo mover. He sufrido todo tipo de abusos: físicos, psicológicos… Los llevo aguantando desde 1997, un año después de casarme con él”, cuenta.
Grace cuenta así la historia de su matrimonio: “Fue algo acordado. Una tía mía me presentó a un hombre y me dijo que me iba a casar con él. Yo tenía entonces 16 años”. Un cálculo rápido indica que Grace lleva sufriendo palizas desde hace 26 años. Cinco lustros en los que ha tenido seis hijos con su maltratador. Cinco lustros junto a un hombre con el que todavía comparte el hogar. “Lo he denunciado muchas veces. Me dicen que me divorcie, pero yo no puedo hacer eso. No tengo dinero. Ojalá lograra dejar de depender de él, aunque por la pobreza… Si tuviera más medios, cogería a mis niños y me iría de mi casa, pero es muy complicado. Yo también contribuí a pagar esa vivienda y no quiero quedarme sin nada”, explica la mujer de 42 años.
“Me ha pegado con diferentes objetos: barras de hierro, cuchillos… Tengo marcas en muchas partes del cuerpo y hay un dedo que no puedo mover”
Apenas unos meses después de la boda, Grace y su marido hicieron las maletas rumbo a Lusaka, la capital del país, en busca de las oportunidades que no encontraban en su pueblo. Se establecieron en Kanyama, un barrio colindante con el centro de la ciudad e ilustrativo del despegue demográfico de esta urbe, que ha pasado de uno a tres millones de habitantes en los últimos veinte años. La población de Kanyama ronda ya el millón. También es uno de los vecindarios con menos recursos de la nación, que a su vez es una de las más pobres del mundo. No en vano, casi el 60% de los 20 millones de zambianos debe vivir con menos de 1,90 euros al día, según los datos del Banco Mundial.
Mientras habla y gesticula con las manos, Grace deja ver una enorme cicatriz de una quemadura que se extiende por toda la zona superior de su brazo izquierdo. “Fue con agua hirviendo”, prosigue. “Fui a pasar unos días al pueblo y, al regresar a mi casa, traje maíz, lechuga y carne para preparar una buena comida. Cuando mi marido llegó, borracho, como siempre, me vio guisando y me dijo que a él no le apetecía eso. Que no se lo iba a comer. Entonces trató de coger la cazuela donde hervía el agua para que yo dejara de cocinar. Le pregunté que por qué lo hacía y le rogué que me dejara seguir con el almuerzo. Discutimos y se enfadó tanto conmigo que me echó todo el líquido por encima. Fue muy doloroso”.
Víctimas de una sociedad patriarcal
“Hay una cultura patriarcal que pone mucha presión sobre las mujeres, y después hay otros problemas que lo acrecientan como el alcoholismo, el abuso de drogas, el bajo nivel de educación o el desempleo”, explica Alessia Defendi, directora de la pequeña ONG local Ulemu No One Excluded, situada en el hospital central de Kanyama. Desde allí, apoyada por la fundación italiana Prosa, desarrolla proyectos de sensibilización en este barrio, y presta apoyo legal y psicológico a víctimas de toda clase de violencia. “No es solo la cuestión económica, sino también la social, la cultural y la anímica. Muchas mujeres se creen incapaces de dejar sus relaciones, incluso sufriendo fuertes abusos. No ven su valía, no se dan cuenta de que pueden vivir por sí mismas”, agrega.
La policía de Zambia, país de 20 millones de habitantes, registró 20.540 denuncias por violencia de género en 2021, con 107 asesinatos
La ONG que dirige Defendi ha recabado datos y ha contextualizado la violencia en Kanyama. En 2021, atendió a 1.300 víctimas en su oficina. De ellas, la gran mayoría, 862, fueron mujeres que sufrieron abusos físicos, sexuales, económicos o psicológicos. Los números en el país no fueron mucho más halagüeños. En su informe anual de 2021, publicado el pasado mes de febrero, la policía zambiana indicó que el año pasado registró 20.540 casos de violencia de género, con 10.049 agresiones físicas y 107 asesinatos. Con todo, estas cifras podrían no reflejar la gran magnitud del problema. “Nosotros hemos visto un incremento en personas atendidas este año. Creemos que es porque la gente en kanyama se está concienciando y muchas mujeres están aprendiendo que pueden denunciar, que tienen derechos, que no es algo normal recibir golpes de sus maridos”, asevera Defendi.
Dos leyes del sistema legal zambiano, el Código Penal y la más específica Anti-Gender Based Violence Act, promulgada en 2011, tratan este tipo de violencia y establecen penas que van desde los seis meses de prisión, para casos de pequeñas lesiones, hasta cadena perpetua si el ataque acaba en asesinato. “Básicamente, y en lo referente a agresiones, las sentencias suelen depender de los daños infligidos. En cuanto a las violaciones, las condenas son de siete a 15 años en la cárcel; si la víctima es menor, 15 años es lo mínimo estipulado”, indica Steven Banda, paralegal –un profesional de las ciencias jurídicas que puede realizar trámites reglamentarios con cierta autonomía– de Ulemo. “Los delitos más comunes son los abusos físicos, y en muchas ocasiones el hombre huye y resulta muy complicado dar con él”, asevera Paul Malambo, director de la Unidad de Servicios Comunitarios de la policía de Kanyama.
La cotidianidad de los abusos
El marido de Beatrice (nombre ficticio) es uno de esos hombres que se encuentra huido de la justicia. “A mí me gustaría verlo entre rejas. Quizás así aprendería una lección”, afirma. Beatrice tiene 35 años, vive en Kanyama y tiene una magulladura en el ojo y una gran herida cosida con varios puntos de sutura en la parte de atrás de la cabeza. “Me lo hizo con una barra de hierro hace un par de días. Me pegó con ella porque fui a reclamarle un dinero que me había robado. Lo encontré en casa de su madre, le dije que me devolviera lo que me había quitado y enfureció. Su madre y su hermana intentaron contenerle, le decían que me iba a matar, pero fue imposible. Me dejó tirada en una acera, sangrando fuertemente. Menos mal que alguien me ayudó, un buen samaritano”, cuenta.
El analfabetismo afecta a más del 65% de mujeres adultas en Zambia. Barrios como Kanyama sufren estas estadísticas con especial aspereza
En 2006, cuando Beatrice se casó con ese hombre, se ganaba la vida bastante bien con un negocio de compra y venta de carne. Su posición económica era ventajosa, pero no pasaba lo mismo en su relación. “Pasados unos años, mi marido comenzó a robarme, a insultarme y a discriminarme. Decía que no quería estar con una esposa como yo porque no sé leer ni escribir. Me llamaba analfabeta”, recuerda. El analfabetismo afecta a más del 65% de mujeres adultas en Zambia. Barrios como Kanyama sufren estas estadísticas con especial aspereza. En la historia de Beatrice, los insultos y las vejaciones dieron paso a los golpes. “La primera vez que me pegó, le denuncié. Nos separamos y, en el juicio, me dieron la razón. A él le ordenaron que tenía que encargarse de la manutención de nuestros cinco hijos”, prosigue Beatrice.
Aquella separación no duró demasiado. Un año exactamente. “Volvimos a vivir juntos y, al principio, todo parecía ir bien. Yo había tenido que dejar mi negocio de carne, pero volví a ganarme la vida con un puesto callejero de samosas [empanadillas fritas con diferentes rellenos]. Al poco tiempo volvimos a tener problemas. Él comenzó a robarme el dinero que yo guardaba y a gastárselo con otras mujeres. Se iba a dormir con ellas, les compraba cosas…”, comenta Beatrice, mientras llora. Después, agrega: “Siempre me amenazaba diciéndome cosas así: ‘Como yo te vea con otros hombres, prepárate’. El pasado febrero me cortó con un machete en la frente. De eso ya solo me queda la cicatriz”, apunta. A los pocos meses, y tras comprobar que el hombre le había robado sus dos tarjetas SIM –donde resulta común, en Zambia y en otros países de África, depositar los ahorros–, con unos 480 kwachas (algo menos de 30 euros), llegó el episodio de la barra de hierro y las heridas en el ojo y en la cabeza.
“Mis hijos me han dicho que nos vayamos a vivir al pueblo, que me quieren, que si hace falta se ponen a vender bolsas de agua en los semáforos. Pero son muy pequeños; todos van todavía al colegio, menos el mayor”, reflexiona Beatrice, que celebra, al menos, haberse encontrado con la ONG que preside Defendi. “Por lo menos aprendo cuáles son mis derechos, cómo mejorar mi negocio. Quiero volver a lo de antes, a los tiempos en los que vendía carne y me ganaba bien la vida”, finaliza. En términos parecidos se expresa Grace: “El apoyo económico que me brindan es importante. Todavía vivo con mi marido. Él sigue bebiendo, pero ya no nos hablamos. Si acaso, alguna vez, va a la cocina y da una patada a mis utensilios”.
“Cada vez más gente en Kanyama sabe de Ulemu por las campañas de sensibilización y concienciación en los vecindarios. También por la policía o por el propio hospital; allí dirigen a las víctimas hacia nosotros. Además, tenemos 30 voluntarios formados en violencia de género y en protección de la infancia que recorren y enseñan en sus comunidades”, concluye Alessia Defendi. Su organización comenzó de puerta en puerta por las casas de Kanyama en 2018 y ahora, cuatro años después, sigue brindando información, ofreciendo asesoramiento y velando por los derechos de las víctimas. Porque esta realidad, la de la violencia de género más cruel y feroz, está demasiado presente en las calles de Lusaka.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.