“No soy la única de mi clase a la que han violado, a mis amigas les da vergüenza contarlo”
La comunidad de Wolaita es una de las zonas más afectadas por el sexismo en Etiopía. Casi una de cada tres mujeres entre 15 y 49 años sufren violencia física o sexual a lo largo de su vida, perpetrada en la mayoría de casos por padres o vecinos; la aceptación cultural complica su erradicación
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Gelanesh Garade fue el 14 de octubre a clase como un día más. Se juntó con sus amigas y atendieron las lecciones como un día más. Después del colegio, fue a casa, cogió la ropa sucia y la llevó hasta el río Soke para lavarlas como un día más. Dos hombres la siguieron, le taparon la boca y la violaron en unos arbustos a plena luz. Ella no pudo defenderse ni pedir ayuda. Tenía 16 años. Semanas después del ataque y tras denunciar, los violadores pidieron su mano al padre de Garade. “Abusan de mí y luego quieren casarse conmigo”, cuenta indignada la joven por videollamada. Esto también es un día más en Wolaita, una comunidad etíope brutalmente afectada por la violencia de género, en la que parte de la cultura se funde con la violación sistemática de los derechos de las niñas y las mujeres.
Los datos son tan escalofriantes como el silencio que les envuelve. Casi un tercio de las mujeres entre 15 y 49 años han experimentado violencia física o sexual a lo largo de su vida, según el último estudio realizado por la Agencia Central de Estadística de Etiopía en 2016. El encierro y la crisis sanitaria lo ha empeorado aún más. El Fondo de Población de las Naciones Unidas calcula que durante períodos de confinamiento la violencia de género aumenta mundialmente de media un 20%. Esto se traduce en 31 millones de casos adicionales. En este país, en que muchas de las costumbres que castigan a las mujeres cuentan con el beneplácito de toda la sociedad, erradicarla es una tarea compleja.
Ayuda en Acción, una entidad con base en Wolaita, publicó recientemente un informe que ahonda en la prevalencia de todas las brechas del país: mutilación genital femenina, violencia de género, matrimonios infantiles (más de 15 millones de niñas casadas) o poligamia, desigualdad en la toma de decisiones y menor acceso a los recursos económicos. Aunque el 99% de la gente entrevistada asegura tener conocimientos con perspectiva de género, apenas un 25% considera que los niveles en esta localidad “son altos”.
“No soy la única de mi clase a la que han violado, pero a mis amigas les da vergüenza contarlo”, explica en su lengua local, traducida por un intérprete. “Pero no tenemos que tener vergüenza de nada. No es nuestra culpa”. Berihun Mekonnen y Tesfaye Falah, responsables de la delegación de Ayuda en Acción en Etiopía, escuchan a Garade con mucha atención. La interrumpen apenas para contextualizar: “Aquí es común que, después de una violación, el abusador quiera casarse con la víctima. Y la negociación siempre es entre los padres de ella y el violador”, explica Falah. La joven sabe que tuvo “suerte”. Sus progenitores rechazaron la pedida de mano –y el soborno que les ofrecieron– y siguieron adelante con la denuncia. Ella volvió a clase a los pocos días: “Quiero ser ingeniera o doctora. Casarme ahora mismo no está en mis planes, quiero ser una mujer independiente”.
En Wolaita es común que, después de una violación, el abusador quiera casarse con la víctima. Y la negociación siempre es entre los padres de ella y el violador
Almaz Unbo, de 32 años, tuvo que convertirse en una de la noche a la mañana. Es madre de cinco niños entre cinco y 14 años y de pronto se enteró de que su marido había vendido las propiedades comunes –entre ellas, su casa– y se había casado con la segunda mujer. La poligamia es una práctica aceptada en el país africano y en la mayoría de los casos, son ellas las que se ven despojadas de sus bienes o inmuebles injustamente. Mekkonen critica: “Las mujeres de las zonas rurales son ninguneadas psicológica y económicamente cuando sus maridos deciden divorciarse o practican la poligamia. Unbo es el ejemplo de las mujeres a las que niegan sus derechos”. Ella, cuenta, solo pensaba en garantizar la educación y alimentación de sus hijos.
Ser madre soltera en un pueblo como Boloso Bombe, al suroeste del país africano, no es fácil. “Ni mis vecinos, ni mis padres me han ayudado. Tuve que empezar a hacerlo todo yo sola”, dice. La educación con perspectiva de género es por ello uno de los principales objetivos del proyecto de Ayuda en Acción en Etiopía. Esta organización lidera programas de concienciación entre hombres y mujeres para que la violencia deje de estar justificada en la cultura. En el caso de Gelanesh y otras víctimas de abusos sexuales, reciben el asesoramiento jurídico necesario para denunciar sus situaciones y les dan a conocer sus derechos como ciudadanas. Desde Ayuda en Acción también conectan a las autoridades locales con las del distrito para que las denuncias “no queden traspapeladas”.
El programa también contempla el empoderamiento económico de la mujer, dado que los procedimientos legales no siempre se llevan a cabo o son muy demorados. Las madres de familia como Unbo no pueden permitirse esperar años hasta que “se haga justicia”. Por eso se unió a la Cooperativa de créditos para emprendedoras. Ahora, gracias al microcrédito que le concedieron cuando su marido la abandonó, ha montado una pequeña tienda en el pueblo con la que mantiene a su familia. “Quiero ser buena cristiana y seguir rezando y que a mis pequeños no les falte de nada”, incide. Ella es el ejemplo de muchas otras.
La excepción es denunciar
Lo extraordinario del relato de ambas es que Gelanesh denunciara y que Unbo pidiera ayuda fuera de su familia. Cientos de mujeres son víctimas de la violencia machista, pero no todas lo comparten. Una de las principales barreras que tienen las supervivientes para denunciar ante la policía o el Gobierno local es el miedo a la venganza que puedan tomarse los agresores, como relata el informe mencionado. O el temor a que nadie pueda cuidar de su familia si este acaba en prisión. En la mayoría de ocasiones es el hombre quien asegura los ingresos de la familia, mientras que la mujer queda relegada al cuidado de la casa y los hijos.
La falta de denuncias también se explica por una baja calidad de los sistemas para ello, así como el peso que aún tiene la resolución de estos casos a través de usos y costumbres de las comunidades en lugar de hacerlo por los cauces oficiales. Además, el 15% de quienes ejercen violencia contra las mujeres y niñas en Wolaita son precisamente las autoridades locales. Para ninguna de las dos fue fácil contarlo, pero ambas agradecen haberlo hecho. “No queremos que nuestras historias se repitan”, coinciden.
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