Dos años fuera de Gaza: la espera interminable
Los gazatíes a los que la guerra pilló fuera de la franja han vivido desde el exterior la angustia por la supervivencia de sus familias


Es sábado y Hassan ha venido a mi casa para celebrar el “alto el fuego en Gaza” recientemente anunciado. Desde que llegó a España hace más de año y medio, apenas hemos tenido tiempo de vernos. Nada más llegar pasó a formar parte del Programa de Protección Internacional para solicitantes de asilo y, tras seis meses de apoyo económico y alojamiento por parte del Gobierno, ha regresado a Madrid en busca de trabajo. Cada paso que ha dado desde que llegó, ha estado condicionado por la distancia y el sufrimiento que lo separa de los suyos.
Hassan —nombre ficticio para proteger su anonimato— encarna la historia de muchos gazatíes sorprendidos fuera de su tierra el 7 de octubre de 2023, y a los que desde entonces no se les ha permitido regresar. Mientras compartimos la comida, la conversación nos adentra en la intimidad de su familia, en esos detalles cotidianos que la urgencia y el miedo de estos dos años apenas me habían permitido conocer.
Hassan trabajaba fuera de Gaza cuando se produjeron los brutales ataques de Hamás. Tras más de dos años en una lista de espera del Gobierno israelí, Hassan se convirtió en uno de los pocos gazatíes privilegiados con un permiso laboral para trabajar fuera de Gaza. En ese momento la franja de Gaza tenía ya los índices de paro más altos del mundo y la mayor parte de la población dependía de la ayuda humanitaria. Apenas llevaba dos meses trabajando con un salario que le permitía ir saldando las deudas contraídas por la construcción de la casa familiar, cuando comenzaron los bombardeos sobre Gaza.
Emprendió un largo periplo decidido a regresar a Gaza. Tras meses varado en Ramala, consiguió cruzar a Jordania y desde allí viajar a Egipto con la esperanza de entrar por el cruce fronterizo de Rafah y reunirse con su familia, pero el paso estaba cerrado. Sin posibilidades de subsistir en Egipto, finalmente consiguió viajar a España.
Durante la sobremesa, Hassan me muestra los vídeos enviados justo ayer por su hermano desde Ciudad de Gaza. En ellos se aprecia la devastación de su hogar: un edificio de varios pisos construido para albergar en apartamentos individuales a todos los hermanos con sus respectivas familias, algo habitual en Gaza y razón por la cual cuando Israel bombardea un edificio, desaparecen familias extensas al completo. La destrucción es total: no queda techo, las bombas han perforado cada planta y apenas quedan muros. El edificio es solo un esqueleto y la escalera cuelga vertiginosamente en el aire.
“¿Van a regresar a ciudad de Gaza?” le pregunto. “Es muy peligroso instalarse en la casa tal y como está, sobre todo para los niños —dice Hassan—. Incluso si cubrieran los agujeros con tablones y plásticos, sería imposible vivir allí durante el invierno.”
Su familia, desplazada forzosamente como tantos cientos de miles, parte en Nuseirat y parte en Jan Yunis, espera ansiosa el dictamen del hermano que determinará si regresan o permanecen en su tienda de campaña.
En contraste, y para romper el silencio que se ha instalado, me enseña orgulloso fotografías de la casa recién inaugurada pocos meses antes de irse. El salón principal, amplio y luminoso, decorado al estilo palestino, prometía ser un hogar que albergara el futuro y la alegría familiar. “Pagué tres mil dólares solo por los muebles del salón” —dice con frustración—. Ahora no queda nada. Mi mujer los convirtió en astillas para poder cocinar y calentarse el año pasado antes de huir por primera vez de ciudad de Gaza”. Esto es así porque Israel prohibió entrar gas para cocinar en Gaza desde el principio; la leña alcanzó los cuatro dólares el kilo. Sin recursos, las familias no tuvieron más remedio que quemar sus muebles para sobrevivir.
Hassan me relata todo esto sin emoción aparente. No es frialdad; es la coraza que le permite narrar la tragedia familiar con la dignidad típica de los palestinos. Algo habitual que me han mostrado cada uno de los compañeros de UNRWA con los que he hablado a lo largo de este tiempo.
Me muestra una fotografía de su mujer horneando pan en la tienda de campaña. “Han fabricado un pequeño horno” me explica; en la foto puedo ver reposando en una tela en el suelo las tortas listas para entrar en el fogón. Ese pan recién horneado es un triunfo cotidiano, un acto de resistencia silenciosa. Tiempo después, incluso la harina se agotaría, y con ella desaparecía el único alimento que les permitía engañar al hambre durante días a las familias.
“La comida básica durante este tiempo —dice Hassan— han sido espaguetis y lentejas, hervidos solo con agua, sin ninguna salsa ni aderezo, así día tras día”. Mientras me echo azúcar en el café y él lo rechaza, me dice “el azúcar llegó a costar cien dólares el kilo”, “un día alguien de mi familia consiguió unos dulces —recuerda—, cuando los probaron, el sabor les resultó tan extraño que no pudieron ni tragarlo”.
Hassan me enseña fotos y vídeos, y a través de ellos se percibe el dolor, la resiliencia y la dignidad de quienes sobreviven. Cada imagen es un recordatorio de lo que el conflicto les ha arrebatado, pero también de la fuerza silenciosa de una familia que se resiste a desaparecer, un gesto cotidiano de vida en medio de la desolación y la violencia.
Me muestra fotos de su esposa y sus tres hijos: dos niños y una niña. El menor nació tres meses antes de que Hassan saliera de Gaza. Han pasado dos años desde entonces. Dos años sin abrazarlos, sin poder besarles ni acariciarles. Por mucho que lo intentara, no sería capaz de poder describir su mirada viendo las fotos de su familia, ni transmitir la mella que ese sufrimiento ha tenido que producirle todo este tiempo.
Su mujer es muy guapa; cuando se lo comento, su rostro se ilumina con orgullo. Los enormes ojos negros de la esposa de Hassan destacan sobre su cara extremadamente delgada. Son retratos bonitos, en los que su sonrisa parece iluminar la desolación que la rodea. “Aunque está con mis hermanos —me dice—, se siente muy sola.” Ha tenido que cuidar de los tres niños, protegerlos y alimentarlos durante todo este tiempo.
El hijo mayor, de apenas 12 años, “se ha visto obligado a convertirse en un hombre demasiado a prisa” señala Hassan. “Cada día sale a la calle a buscar agua, leña y alimentos” como otros tantos miles de niños en Gaza que han perdido a uno o a ambos progenitores.
Hassan me explica cómo ha podido enviar dinero a su familia todo este tiempo. Existe una aplicación móvil, similar a nuestro bizum, que permite transferir fondos y pagar en Gaza sin necesidad de utilizar dinero en efectivo. El dinero que ha circulado todo este tiempo de mano en mano es escaso y está tan sucio y desgastado que en ocasiones los billetes son casi irreconocibles. Para conseguir convertir en metálico el dinero de la aplicación, recurren a prestamistas que cobran hasta un 50% de comisión. “Si necesitas 500 dólares, tienes que pagar 1.000 al prestamista con la aplicación para que te los dé en metálico”, me dice con resignación.
Seguimos viendo vídeos de su hermano donde muestra la tienda de campaña en la que vive toda la familia tras ser forzosamente desplazados de ciudad de Gaza junto a otros cientos de miles. No es una tienda al uso: han construido distintas estancias con listones de madera y plásticos, incluyendo cocina, salón y dormitorios. Me sorprende, no solo porque es muy amplia, sino porque hay puertas y muebles. “Mis hermanos se lo llevaron todo, incluso arrancaron las puertas de nuestra casa y se llevaron los muebles que no quemaron”.
Mientras comparte conmigo la situación de su familia, Hassan fuma constantemente. Le regaño; me dice que lo había dejado, pero la ansiedad desde que comenzaron los bombardeos lo ha hecho volver a fumar. Me cuenta que uno de momentos que más le atormentan de estos dos años fue la muerte de su madre: no pudo despedirse de ella, no pudo darle el último abrazo y no se lo perdona.
Antes de despedirnos le pregunto si piensa volver a Gaza. Me dice que no, quiere traer a su familia aquí primero. “En Gaza no hay futuro, todo está destruido —me dice—. No sabemos si este alto el fuego va a durar o si Israel dejará de ocupar Gaza.” Su objetivo ahora es que sus hijos reciban tratamiento psicológico, estudien y vivan en un país donde puedan crecer sin violencia y labrase un futuro.
Y mientras compartimos la última mirada antes de despedirnos, una comprende que la violencia israelí no solo ha destruido vidas y arrasado las infraestructuras de los que están en Gaza, sino que también ha condenado a muchas familias como la de Hassan a la angustia de una separación forzosa y tremendamente dolorosa.
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