La tristeza del alto el fuego
En Gaza y en Israel hay alivio, pero a los activistas occidentales les cuesta alegrarse por un documento en el que están de acuerdo Hamás y Netanyahu

Hoy, por fin, se ha alcanzado un acuerdo para un alto el fuego en Gaza y para la liberación de los secuestrados. En Israel hay alivio y en Gaza se ven niños que ríen, adultos que lloran de emoción, multitudes que celebran el fin —aunque sea momentáneo— del horror. Y, sin embargo, algo resulta desconcertante: en muchas cuentas de redes sociales occidentales, en artículos y declaraciones de activistas que durante meses clamaron por el fin del genocidio, no se percibe alegría. No celebran. Les cuesta alegrarse.
Tienen argumentos racionales —o que suenan racionales— para justificarlo: que el acuerdo es una trampa, que la lucha continúa, que el alto el fuego favorece a Israel o que es un triunfo del imperialismo. Pero lo notable no está ahí, sino en lo que esa reacción revela: que los propios palestinos pueden sentir alivio y felicidad, mientras quienes decían representarlos desde lejos solo sienten desconfianza o tristeza.
El occidental que no sufre en su cuerpo el conflicto, que no pierde a un hijo ni vive bajo las bombas, sufre de otra cosa: de una pérdida de sentido. Lo que podría extinguirse con el alto el fuego es la urgencia de su causa. Esa causa que le permitía salir a la calle, gritar, sentirse parte de algo, compartir una emoción política. Como toda movilización, tenía también algo de fiesta: una comunidad, un calor. Al llegar la tregua, esa energía se apaga. Y con ella aparece un vacío.
Albert Hirschman lo vio con lucidez: los compromisos políticos suelen funcionar mejor cuanto peores son las condiciones. Cuanto más insoportable es la injusticia, más ardiente es la causa. Por eso, cuando la violencia amaina, también decae el fervor. Lo paradójico —y melancólico— es que quienes pedían el fin del baño de sangre parecen entristecerse justo cuando su deseo empieza a cumplirse. Lo que pierden no es solo una lucha: es una identidad.
Pero hay algo más profundo detrás de esa paradoja: el viejo problema del humanismo y sus trampas.
El activista occidental que milita a miles de kilómetros no lo hace desde su experiencia, sino desde una abstracción moral. Su compromiso se justifica en nombre de la humanidad: la solidaridad entre seres racionales, la empatía universal. Siguiendo el eco kantiano, se siente llamado a oponerse a la injusticia dondequiera que esté.
El problema es que nadie puede sentir todos los dolores del mundo. No tenemos un termómetro perfecto de injusticias. Elegimos —siempre— aquellas que nos tocan por nuestra historia, por nuestra posición, por vínculos invisibles. La relación de Europa con Israel, con el judaísmo y también con el Islam y la inmigración está llena de capas de memoria, culpa, fascinación y miedo. Fingir que todo eso no pesa es parte de la trampa humanista.
El humanismo moderno heredó, sin reconocerlo del todo, algo del platonismo más extremo: la ilusión de que el bien y la justicia existen como ideas puras, accesibles y apropiables a través de la razón. Ya Aristóteles vio el peligro en esta ilusión: los hombres no son dioses. No hay acceso directo a las ideas puras, uno no se hace bueno simplemente por saber y pregonar qué es el bien. La virtud, decía, se aprende actuando, buscando el término medio, guiándose por la prudencia en un mundo complejo donde nada es taxativo y universal, tampoco el bien y el mal. Toda ética verdadera parte de nuestra condición corporal, particular, histórica y mortal.
Por eso, la tristeza del alto el fuego revela algo más que un síntoma político: muestra la crisis infinita del humanismo. Los activistas que se sienten en “el lado correcto de la historia” actúan como si ya habitaran la justicia universal, como si pudieran juzgar desde fuera del mundo. Kant, en cambio, sabía que el humanismo es un horizonte, no una posesión: una aspiración, no una conquista.
No existe el lado correcto de la historia. Hay que asumirlo de una vez. Solo hay seres humanos situados, que actúan desde su cuerpo, su historia y sus límites. Tal vez lo verdaderamente humanista —y lo verdaderamente difícil— sería alegrarse hoy, con la gente que festeja en Gaza, por el simple hecho de que, al menos por un instante, las bombas han dejado de caer.
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