Nicaragua amputada
En el exilio, miles de ciudadanos forzados a ser apátridas pierden sus anclas en la vida y el país centroamericano pierde su talento y sus memorias


Este 16 de febrero se cumplieron dos años desde aquel mediodía en que una amiga me mandó un texto que inquiría: “¿Ya te diste cuenta?”. Mi cuerpo me avisó de algo ominoso. Un golpe de adrenalina me descolocó el corazón. Del Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua nada bueno podía esperarse desde que, en 2018, en respuesta a una rebelión popular contra su desastrosa tiranía, decidieron descabezar disidencias y oposición. Busqué en redes y noticieros. No tardé en encontrar la sentencia del juez que, sin juicio, presentación de pruebas o derecho a la defensa declaraba apátridas a 94 conciudadanos. La lista incluía mi nombre, el de mi hermano Humberto, mi hijo, Camilo, el de mi colega escritor Sergio Ramírez, así como amigos periodistas, defensores de derechos humanos, sacerdotes y prestigiosas feministas. En grandilocuentes palabras el texto anunciaba que, por los delitos de traición a la patria y menoscabo a la integridad nacional, se nos despojaba a los 94 de la nacionalidad nicaragüense. Además, se nos incautaban todos nuestros bienes inmuebles y se suspendían las pensiones de jubilación de quienes las tuviéramos.
Yo ya no estaba en Nicaragua. Había salido en mayo de 2021 a pasar unos meses con una de mis hijas en EE UU. Tenía pasaje de regreso a Nicaragua para el 22 de julio. Suspendí mi viaje de vuelta tras una sorpresiva redada en junio, que llevó a la cárcel a todos los pretendientes a ser candidatos en las elecciones presidenciales de noviembre de ese año, más un centenar de personas con posiciones políticas críticas al régimen de Ortega y Murillo. Del aeropuerto trasladaban a la cárcel a los opositores que regresaban de sus viajes.
Tras meses de incertidumbre, cuando la posibilidad de regresar a Nicaragua se diluía en más represión del régimen, hubo que buscar una solución más permanente. Me trasladé a España, donde tomé un trabajo temporal en la RAE en febrero de 2022. Fue en Madrid, un año después, donde me enteré del injusto despojo al que me habían condenado en ausencia.
Explicar lo que se siente al verse uno desposeído de todo a una edad en que se había logrado adquirir un nivel de seguridad económica, si no abundante, al menos suficiente, es difícil de explicar. Lograr tener casa propia, un valor que otorga cierto nivel de tranquilidad cuando uno imagina la precariedad que puede sobrevenir en una enfermedad o emergencia inesperada, lo retorna a uno al tiempo de la juventud, cuando se depende del ingreso mensual de un trabajo estable. Qué decir del nexo afectivo que significa el propio país, las amistades, la vida cotidiana, las rutinas y redes de recursos como los médicos de toda la vida, los supermercados sin enigmas, el banco con sus cajeros conocidos, los medios de sobrevivencia que, en el caso de escritores, como mi esposo y yo, son siempre fluidos y dependientes del esfuerzo personal. La sensación de vacío de dejar atrás una vida entera me recordó la experiencia del terremoto que viví en Managua en 1972, embarazada de mi segunda hija. Después de la hecatombe debí salir de la casa que alquilaba, con mis muebles en un camión hacia una ciudad vecina donde nos acogieron los padres del ahora mi exmarido y donde un amigo finquero nos facilitó una bodega donde guardar nuestras pertenencias. No sé si por desgracia o por fortuna, la vida me ha lanzado al vacío más de una vez. En 1975, perseguida por otra tiranía que jamás pensé se repetiría, la de la dinastía de los Somoza, salí a otro exilio sin llevarme nada más que un poco de ropa. Viví en San José (Costa Rica) hasta el triunfo de la revolución sandinista en 1979. Ese fue el exilio de la esperanza, porque allí formamos la retaguardia esencial para el triunfo de esa revolución. Fueron los años precursores de una victoria.
Este nuevo exilio ha estado signado por la crueldad. Imposible pronosticar si habrá o no regreso, si volveré a ver mi casa que, según sé, está abandonada y poco a poco devorada por la naturaleza voraz del trópico. Este es el exilio de la resistencia, de comprometerse cada día con la vida y convertir la adaptación a una nueva realidad en el triunfo diario.
Me ha resultado asombroso comprobar los recursos internos con que lo dotan a uno las embestidas sucesivas que la vida dispensa. ¿Cómo podés mantener la sonrisa tras todo lo que te ha pasado?, me preguntaba una amiga escritora colombiana recientemente. Su pregunta me obligó a pensar en la fuente de una alegría que, a pesar de todo, experimento a menudo. Es curioso cómo, aun en mis setenteros años, esta experiencia no ha logrado tumbarme. Ha sido más bien una época de derrumbar los muros en que la iniquidad ha querido apresarme. Recuerdo, de hace años, las palabras de una psicóloga que me decía que en cada uno de nosotros yace un principio de vida que se activa cuanto más hondo caemos en el foso oscuro de los pesimismos y las depresiones. Ese principio de la vida ha sido, imagino, el que se ha encendido como una corriente de luz para sacarme del foso en el que un par de tiranos quiso hundirme.
Hay dos convenciones de la ONU, una de 1954 y otra de 1961 que repudian la condición de apatridia —como se conoce el castigo de dejar a alguien sin patria— y establecen el derecho de nacionalidad como un derecho humano. Nicaragua ha violado estas convenciones. España, en cambio, ha otorgado la nacionalidad a más de 400 nicaragüenses por derecho de naturaleza. Mi hijo y yo hemos sido beneficiados por esta generosidad de España por la que estamos enormemente agradecidos.
La condición de apatridia sigue agravándose en Nicaragua. Sin ninguna explicación, solo este mes de enero más de 200 nicaragüenses han sido impedidos de regresar a su país. El Gobierno ordena a las líneas aéreas a negarles el abordaje a personas que, arbitrariamente y sin explicación, ellos deciden condenar al exilio. Otras tantas se quedan en un limbo legal porque los consulados nicaragüenses se niegan a renovarles sus pasaportes. Imposibilitados de probar que son perseguidos políticos, estas personas no pueden siquiera acogerse al asilo. Quedan expulsados de facto del país y sin documentos que prueben su nacionalidad y les permitan la movilidad internacional, o más grave aún, la posibilidad de obtener empleo y de existir con normalidad en otros países.
Recién estuve en Costa Rica, donde han construido nidos improvisados muchos de mis amigos más queridos, obligados a dejarlo todo en la madurez de sus vidas. Alrededor de una cena al estilo nicaragüense nos contamos nuestras aventuras de sobrevivencia, mientras las mascotas transportadas por amistades al exilio de sus dueños, se paseaban y ladraban queriendo hacer suyo el territorio del patio desconocido del anfitrión. Reíamos y bromeábamos de cuántos días pasó una adolorida luego de cruzar clandestina la frontera a caballo, de las palabras nuevas del costarricense y lo que del léxico nicaragüense ya no cabía en el lenguaje formal del país adoptivo.
Los miré y pensé en que, si nosotros hemos pasado tristezas y reacomodos, lo más trágico es cuánto ha perdido Nicaragua con una tiranía que, en su afán persecutorio, ha expulsado tanta historia, tanta experiencia y fortaleza como la que reside dispersa en esa gran diáspora que sigue amando y soñando el futuro de ese país que les pertenece.
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