Occidente contra Occidente
El reforzamiento de nuestra identidad está en el origen de ese racismo, cada vez menos sutil, desde el que miramos los conflictos actuales
Que eso que llamamos nuestra identidad sea tan importante tiene el riesgo de hacernos perder pie con la realidad. Por ejemplo, ¿qué es Occidente? Lo asociábamos a un imaginario de valores democráticos y de mercado: derechos humanos, libertad, bienestar. Hoy, eso está asediado por movimientos reaccionarios, la demonización de minorías y grupos vulnerables y las deportaciones masivas, que ya sabemos a qué nos recuerdan. Ni hablemos de la UE y nuestra mermada capacidad para asumir riesgos y trabajar como bloque. No busquemos fuera intentos de boicot de esa supuesta bondad que pensábamos que proyectábamos al mundo: la impugnación de Occidente viene de Occidente mismo. El reforzamiento de nuestra identidad está en el origen de ese racismo, cada vez menos sutil, desde el que miramos los conflictos actuales y que agitan las propuestas de la ultraderecha: refugiados, inmigrantes y otras minorías son una suerte de quinta columna que desea subvertir nuestros preciados rasgos occidentales. Piensen en Netanyahu, quien sugiere que la masacre de Gaza es una batalla por salvar “la civilización occidental”. Si así lo fuese, no merecería ser salvada.
Creernos nuestra superioridad moral nos hace perder la capacidad para reconocer la verdad. Algo así sucede en Alemania, epítome de la crisis de credibilidad que vive Occidente ante el mundo. Alemania nada menos. ¿Recuerdan aquel “nunca jamás” enarbolado tras la experiencia dramática del Holocausto? Todo el orden internacional posterior se levantó sobre la base de aquella promesa. Hoy, el emblema que representaba nuestro universalismo, el imperativo moral de no volver a cometer tales atrocidades, lo reivindican quienes apoyan las acciones de Israel. El lema, dice David Rieff, ha terminado particularizándose, vaciándose de su gravedad. Ya solo sería una lección simplificada y limitada de la historia: “Los alemanes nunca más matarán a los judíos en la Europa de los años cuarenta″. Su conversión en eslogan hueco hace que no veamos otras injusticias y barbaries, como el sufrimiento palestino, o que otras formas de racismo contra musulmanes o migrantes pasen casi desapercibidas.
Estar convencidos de haber dejado atrás esos horrores desde el sentimentalismo de nuestras aseadas políticas de la memoria nos aleja de una autocrítica verdadera. Nos hemos inmunizado contra esas otras formas de racismo que crecen como la hiedra sin que nos atrevamos siquiera a nombrarlas. Nuestro supuesto compromiso con la memoria, como escribe Pankaj Mishra en The Guardian, sirvió para construir nuestro prestigio y reputación ante el mundo, pero hace aguas y los responsables somos nosotros. El país que reconstruyó su identidad nacional sobre el rechazo del nazismo para integrarse en la tradición de las democracias liberales, el que puso en el centro el recuerdo del Holocausto para abrazar el universalismo antes que una identidad etnonacionalista completa, mira hoy el ascenso de un partido neonazi como segunda fuerza política. La AfD, azuzada por un Elon Musk que huele la sangre, capitaliza el discurso del resentimiento nacional diciendo que Alemania ha sido demasiado crítica con su historia y es momento de adoptar una política nacionalista más orgullosa. Pero el futuro político de Alemania es el de Europa, la sola representante de eso que llamamos Occidente tras la estampida de EE UU. La historia no se repite, pero a veces rima demasiado. No caigamos en el autoengaño y la normalización de la hipocresía, porque ya sucedió, y aquella ola se llevó consigo todos nuestros valores democráticos.
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