La dignidad en una caja de supermercado
Hay más lecciones en aquellos que no pretenden darlas que en aquellos que las desprecian
Leo aún el periódico en papel. Quizá por costumbre. Quizá porque así se puede tocar con los dedos el vértice de un mundo que se desvanece y al que le hacían falta rotativas y páginas para que lo entendiéramos mejor, o lo entendiéramos algo. Lo mío no es nostalgia: supongo que es resistencia.
La lectura la empiezo por las Cartas a la Directora, porque conectan con una vida que va más allá de las noticias. Ayer, por ejemplo, Carmen María Carreras escribió en este periódico una carta sobre las urgencias y ansiedades que conlleva vivir en esta época. Que si la agenda social y el gimnasio y lo de pagar una casa y las salidas culturales y las clases de yoga y los viajes y tener pareja y, “arriba de la pirámide, la obligación de ser felices ante tanta desigualdad”. El estrés, en fin. Carmen María tituló su carta “A esto lo llaman vivir”.
Luego de unas páginas, el periódico informaba de que un juez de la Audiencia Nacional, Eloy Velasco, se había sincerado en una de esas conferencias en las que los ponentes se sueltan si sospechan que aquello que digan no va a salir de allí. El juez venía a reprochar a Irene Montero que, cuando fue ministra, incidiera tanto en el consentimiento.
Velasco dijo: “De repente, se creyeron que estaban enseñándonos el mundo. Nos intentaron explicar qué es consentir... A un jurista, que llevamos desde el derecho romano sabiendo qué es el consentimiento (...) Y mil cosas más que nunca aprenderá Irene Montero desde su cajero de Mercadona ni nos podrá dar clases a los demás”. Es una forma de ser, esa que consiste en alabarse a uno mismo mientras desprecias a los demás, y el magistrado supo combinar ambas facultades con destreza. Al cabo, él ya no podrá aprender nada de nadie y eso es hasta un mérito, porque ni todos los profesores y jueces y cajeros del mundo juntos hubieran enseñado a Eloy Velasco a hacer unas declaraciones más clasistas que esas.
Al pasar la página, en ese mismo periódico aparecía la fotografía que Jaime Villanueva fue a tomar en un garaje de Paiporta, en la que dos voluntarios vestidos de blanco, con sus frontales y sus escobas, sacaban el barro con sus manos. No se sabe cuáles son sus oficios, ni falta que hace: puede incluso que sean magistrados de la Audiencia Nacional, pero, en ese trance, la lección de dignidad la estaban dando desde el lodo. Lo mismo que la darán todos esos oficios que sólo se ensalzan en las catástrofes y en las pandemias: los camioneros, los reponedores, los fontaneros o electricistas por cuyas manos pasa nuestra normalidad. Eso que llaman vivir.
Hay más lecciones en aquellos que no pretenden darlas que en aquellos que las desprecian. Se llama clasismo, y les impide percatarse desde las tribunas de la dignidad qué hay en la caja de un supermercado.
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