El padre del niño Mateo
Hay un momento en casi todas las familias en el que los padres pasan de ser los fareros que guían a navegantes de nuevo
Este verano vi, por primera vez en mi vida, una luciérnaga, a la que para sumarle aún más magia en Galicia —que fue donde la vi llaman lucecú—. Otra noche, en una plazoleta de Santiago, conocí a un niño. Tenía cinco años, el pelo rizado y, según me dijo, una enorme colección de Hot Wheels. Era de Madrid y se llamaba Mateo, como la mitad de los niños de su edad y clase social, porque otra cosa que me dijo era el colegio al que iba —uno de postín de la capital—, dato importantísimo tanto para los niños como para los ricos, y Mateo era ambas cosas.
Como tengo dos críos un poco más pequeños que él, echamos un buen rato juntos en la plaza. Era un chaval educadísimo y muy hablador, así que mientras jugaba con mis hijos me contó un trozo de su vida: me habló de sus hermanos pequeños y de la regularidad de sus siestas, de sus tardes navegando, del modelo bilingüe de su escuela y de sus raíces familiares. Pero, sobre todo, Mateo me habló de su padre. De lo alto que saltaba al tirarse desde el barco, de lo fuerte que era y de su habilidad para montar y desmontar las pistas de Hot Wheels. A cada rato y con cada tema de conversación, Mateo se acordaba de su padre, que estaba en un restaurante de la plaza y al que acabé imaginándome como una especie de superhéroe, un hombre fornido, valiente y bondadoso.
Cuál fue mi sorpresa cuando los padres del crío salieron del local y me encontré con un señor que nada tenía que ver con Bruce Wayne, un hombre de mediana edad al que se le empezaba a ver el cartón, con pinta de socio taciturno de Deloitte y que ni siquiera me echó una sonrisa por haberle entretenido al crío durante toda la cena. Sí que me dio amargamente las buenas noches, a lo que le respondí que Mateo era estupendo. Pero, aunque tuve la tentación de hacerlo, no me atreví a contarle que hablaba de él a cada rato, ni que lo hacía como si fuera un personaje de Marvel.
Volví a acordarme de ellos y de esos primeros días de verano al inaugurar el otoño, cuando coincidí en el tren con un matrimonio maravilloso. Ella es profesora de universidad y él, que también firma columnas en este periódico, uno de los grandes escritores que tenemos en España. Nos pasamos todo el trayecto charlando en el vagón cafetería y noté que sucedía como con Mateo pero al revés: a lo largo de toda la conversación, tanto ella como él mencionaban constantemente a su hijo. Lo que más me sorprendió no fue el cariño con el que lo hacían, similar al del niño de la plaza por su padre, sino que, igual que el crío hacía con su progenitor, el matrimonio hablaba de su hijo como de una autoridad.
Hay un momento en casi todas las familias en el que los padres pasan de ser los fareros que guían a navegantes de nuevo, con la libertad que ello implica. Pasan de explicarle el mundo a sus hijos a, de vez en cuando, pedirles que se lo expliquen. Esto tiene siempre una contrapartida: que los hijos dejen de estar a la deriva y asuman, primero a ratos, un buen día para siempre, el mando del faro, con la responsabilidad que ello conlleva. Esa enseñanza me trajo el otoño en el vagón cafetería de un tren.
Pero el verano me había traído una más importante, de la mano del niño Mateo: que es más real el padre casi sagrado que él ve que la versión profana que intuí yo. Que el amor es querer hablarle a todo el mundo y todo el rato del ser amado. Y que no nubla la vista ni deforma la visión sino que se la corrige a los miopes. Que no es ciego, sino que permite ver.
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