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Tribuna
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La izquierda de Kamala Harris

La candidata demócrata me parece una mujer de izquierdas con cabeza de izquierdas y plena vocación de servicio público y reformismo pragmático

La candidata demócrata a la presidencia de EE UU, Kamala Harris, en el aeropuerto de Savannah (Georgia) en una escala de su gira de campaña.
La candidata demócrata a la presidencia de EE UU, Kamala Harris, en el aeropuerto de Savannah (Georgia) en una escala de su gira de campaña.Elizabeth Frantz (REUTERS)
Jordi Gracia

Hay dos prejuicios en los que buena parte de la izquierda española incurre devotamente de tanto en tanto: ni el partido demócrata estadounidense es izquierda verdadera ni las presidencias demócratas —sea quien sea su titular— están nunca a la altura de sus expectativas cuando ya han terminado. Ni antes ni después de gobernar, los demócratas satisfacen los estándares de exigencia de la izquierda culta, leída, cool y hasta random de España. Puede volver a suceder lo mismo ante la sacudida que Kamala Harris ha dado a la campaña de las presidenciales de noviembre, cuando nadie daba un duro por ella hace cuatro meses (o incluso cuatro años), a la vista de una vicepresidencia muy desdibujada, con errores quizá sobredimensionados política y mediáticamente y sin un papel de contrapeso ni de continuidad visible hasta la renuncia de Joe Biden.

Hoy el reproche está empezando a funcionar de nuevo: ni una palabra programática, ni una medida clara y de izquierdas, ni un mensaje sobre política económica, monetaria o migratoria o de vivienda a lo largo de cuatro días. La izquierda cejijunta evalúa muy críticamente la falta de consistencia del discurso de Kamala Harris: mucha fanfarria, mucha confesión autobiográfica, pero no hay encarnadura ideológica ni discurso político detrás de su explosiva coreografía a medio camino de Disney, Hollywood y la histórica HBO. Una pura desvergüenza.

Kamala Harris ha pasado olímpicamente de todos ellos y ha puesto de vicepresidente a un sujeto medio calvo, con restos visibles de pelo blanco, expansivo y expresivo, exprofesor de enseñanza media, exentrenador de chavales y que habla con una claridad y desparpajo que chirrían en las mentes pensantes de la izquierda. Pero sin duda comparte el eje ideológico de esta mujer, tal como lo cuenta en sus estupendas memorias, Nuestra verdad: nunca aceptar las falsas dicotomías sobre las que se asienta el conservadurismo clásico y moderno, porque siempre hay una solución alternativa. Pero hay que concebirla, asumirla, encarrilarla y ejecutarla, aunque no satisfaga a todo el mundo y aunque no consiga extinguir las causas que propician la mortandad salvaje del fentanilo, ni consiga que todos los jóvenes pobres y con la raza en la cara cursen estudios medios, ni que por decreto retroceda la emergencia climática, ni que se extinga la subordinación sistemática de mujeres ni logre por completo que dejen de poblarse las cárceles de EE UU de negros y latinos con cargos irrelevantes ni que se arruinen sin remedio las familias por un accidente médico. Sí, por cierto, también es partidaria de la legalización de la marihuana (como Tim Walz).

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Kamala Harris parece una señora progresista clásica del Partido Demócrata, pero a mí me parece más bien una señora de izquierdas con cabeza de izquierdas y plena vocación de servicio público y reformismo pragmático (virtuosamente pragmático y atado a la realidad material). Hace cuatro años se tradujeron sus memorias —la edición originaria es de 2019, la española de 2021— pero pasaron, como ella misma hasta hace cuatro días, sin pena ni gloria. Diría que nadie les hizo caso, yo tampoco, entre otras cosas porque estábamos hipnotizados por la magistral autobiografía del icono de la negritud del poder demócrata, Michelle Obama, y eso es imposible de superar: ni icónica ni literariamente. Leídas ahora esas memorias de Harris, el efecto es muy poderoso y convincente. Habrá contado con un ejército de editoras para escribirlas, retocarlas, revisarlas y enmendarlas, y a todas les da las gracias, una a una, pero el libro relata una aventura de éxito profesional sin renunciar a las convicciones ideológicas de una mujer negra, de clase media y con una nítida conciencia social sobre los deberes del privilegio de clase o de talento frente a quienes sufren todo tipo de pandemias cuando la mayor pandemia es el acelerón de la desigualdad. Por eso pide también que paguen los ricos los impuestos que no pagan.

Una parte de su genio personal nace de una expectativa profesional improbabilísima pero cumplida: conseguir el puesto de fiscal de distrito en San Francisco, después el cargo de fiscal general de California y por fin ser senadora —como siempre, con la ayuda de una carambola. Nada de eso era ni previsible ni siquiera conjeturable para su perfil social y familiar, pero cuando alcanzó esos cargos se comportó como quien ha recibido un inaudito regalo, y se fue a hacer preguntas, averiguaciones, desplazamientos, interrogatorios y consultas para impulsar cambios, muchos cambios y descubrir cómo usar de forma eficaz ese privilegio, cómo se pueden hacer mejor las cosas para que los pobres de misericordia y las clases medias más atosigadas por la crisis de 2008 —engañados y manipulados por los bancos, con los que no se corta un pelo— no lo sigan siendo para siempre, cómo hacerlo para que a los yonkis y camellos de poca monta no los enchironen sin más y por defecto, sobre todo si son negros, cómo hacerlo para que las mujeres no sucumban una y otra vez al maltrato de raza, de género y de clase por la pinta que tienen.

Llegar a esos cargos fue antes que nada una fiesta familiar, y Kamala Harris tampoco se corta un pelo en contar lo que tiene su vida de celebración familiar, con una particularidad maravillosa: la inmensa mayor parte de su enorme familia es escogida, son amigos y amigas, y esa es la familia más verdadera, incluida la ristra de tíos y tías que menciona y que no son sanguíneos, sino las amistades personales que ayudaron a su madre a tirar adelante como investigadora sobre el cáncer en una institución pública cuando se separó de su marido —él jamaicano y profesor, ella india y tan valiente como para no volver graduada a su casa en Delhi y desobedecer el mandato paterno de un matrimonio concertado. La lucha por los derechos civiles de mujeres, negros, latinos y gays es parte de su cuna social y casi en cuna la llevaron a las manifestaciones de finales de los sesenta cuando era una niña, incluida la asistencia a un mitin de Martin Luther King. Nada es casual (tampoco su pasión por el jazz, me cuenta Max Pradera) en el perfil de una mujer combativa y convencida de que las instituciones son el auténtico instrumento de transformación social y solo desde las instituciones, como una fiscalía, o como una presidencia de los Estados Unidos, algo podrá cambiarse paso a paso, reforma a reforma, pelea a pelea, como ha hecho siempre la única izquierda realmente existente. Y de esas, de micropeleas y microvictorias, hay un montón en su libro, documentadísimo, preciso, detallado y vivido, pedagógico… y orgulloso, noblemente orgulloso de haber conquistado un espacio de poder que le permitió dar la vuelta a unas cuantas cosas en el Estado más poblado de Estados Unidos, y también el más raro de todos: un poco como ella misma.

Que Alexandria Ocasio-Cortez dispusiese en esta convención demócrata de 10 minutos para hablar no es una mera concesión de género: es una declaración de principios, y una apuesta ideológica de una mujer negra, emancipada, casada hace más de diez años con un señor divorciado y que ha adoptado —además de la multitud de decisiones importantes que ha adoptado— a las dos hijas de él. No, las niñas no la llaman madrastra porque es feo de cojones ese apelativo. La llaman Momala, aunque debe ser imposible de saber cómo se pronuncia. Hoy ya sabemos cómo se pronuncia Kamala, gracias a la convención y a las dos niñas negras que jugaron a enseñar cómo se pronunciaba el nombre de quien lleva cuatro años en la vicepresidencia de Estados Unidos. Pudiera muy bien ser que en un par de meses se enteren de cómo se pronuncia Kamala incluso quienes la aborrecen por ser negra, mujer, demócrata y de izquierdas.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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