Poder paritario
La ley que obliga a garantizar la presencia de mujeres en la cúpula de empresas y administraciones debe combatir la base de la desigualdad
El Congreso ha aprobado este martes la Ley orgánica de representación paritaria y presencia equilibrada de mujeres y hombres, una normativa que tiene como objetivo acabar con la desigualdad que existe en los ámbitos de poder, tanto públicos como privados. Así, establece la obligación de un mínimo del 40% de mujeres en la cúpula de las grandes empresas, en el Gobierno y en la Administración. La luz verde a la norma llegó, sin embargo, con 178 votos a favor y 171 en contra —los de PP, Vox y UPN—, es decir, sin el amplio consenso que podría esperarse de una iniciativa que pretende cumplir con los compromisos europeos y los valores constitucionales: la Carta Magna establece la igualdad de la ciudadanía como valor superior del Estado y la responsabilidad de este para que la igualdad sea real y efectiva.
En España, según los últimos datos del INE, hay 47,6 millones de personas: 24,3 millones de mujeres, 23,3 de hombres. Aun siendo unos de los países con mejor puntuación en el índice del Instituto Europeo de Igualdad de Género —el cuarto, con 76,4 puntos sobre 100—, España arrastra un desequilibrio histórico que pesa sobre las mujeres. Lo hace en la vida diaria —en cuanto a los cuidados, las tareas del hogar o las condiciones laborales—, pero también en el acceso a los espacios de poder.
En los consejos de administración de las principales empresas del Ibex las mujeres rozan ya ese 40%, pero solo un tercio de las compañías cotizadas cumplen ese porcentaje. En la Universidad son apenas una de cada cuatro catedráticos y una de cada cuatro rectores, a pesar de ser el 43,52% del profesorado. En lo que respecta a la política, la paridad es absoluta en el Gobierno, pero queda lejos en las instituciones regionales y locales: las mujeres ocupan una de cada cuatro alcaldías y solo hay cinco presidentas autonómicas.
Tras años de avances sociales y de presencia de las mujeres en la vida económica, cultural, social y política del país, la cuestión no son los números ni los méritos, sino también los roles y estereotipos que perpetúan un sistema organizado durante siglos para dificultar su acceso al poder. La calidad de una democracia debe medirse por el modo en que garantiza tanto la libertad como la igualdad de su ciudadanía. En la práctica, y no solo en la teoría de los valores fundacionales y los textos legales.
Por eso la norma aprobada el martes —que hay que celebrar porque nace destinada a romper los techos de cristal— necesita otras herramientas que eliminen los obstáculos que las mujeres encuentran en su carrera profesional. El fondo de la cuestión ha de ir más allá de la obligatoriedad de un porcentaje y tener en cuenta la realidad diaria de esos 24,3 millones de españolas. Esa radiografía pasa también por escrutar la raíz de la discriminación, es decir, por abordar los llamados suelos pegajosos, que no permiten a las mujeres desprenderse de las tareas más básicas de la sociedad para crecer en la profesión que elijan. Igual que es perentoria la presencia de mujeres en los lugares en los que se toman las decisiones, también lo es garantizar la calidad de vida de las que no ocupan esos espacios, porque también ahí radica la desigualdad que se refleja en las esferas más altas.
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