Como pinta Pepe Baena
La clase obrera, sus entornos y sus gestos, sus objetos e incluso sus rostros siguen existiendo, aunque no suelan salir en las series ni en los periódicos
El sábado pasado mi abuelo Vicente cumplió 88 y, como cada año, nos reunimos para celebrarlo en el corral de su casa. Salvo alguna baja, allí estábamos sus seis hijos, sus dieciocho nietos y sus diez bisnietos. Los críos en una piscina hinchable, los grandes cocinando o de casquera, con un tercio en la mano y un abanico en la otra. Todos debajo de la uralita que ha visto crecer a tres generaciones, que ahora da sombra a la C15 de mi tío y al cochecillo de mi abuelo, pero que en su día cobijaba el tractor.
Antes de comer, mis hijos y algunos de mis primos pequeños se fueron al rincón en el que solía sentarse mi abuela, una esquina encalada con el zócalo añil, se sentaron en el poyete y alguien les llevó un plato de plástico lleno de pelotazos. Al lado tenían un montón de macetas y una cámara de propaganda con el abridor cogido de una cuerda, que si no siempre hay algún listo que se lo lleva. Los miré desde lejos, un par de ellos con el móvil, otros con pistolas de agua, los grandes haciéndose cargo de los chicos, sus bañadores tendidos en la cuerda que había justo encima de sus cabezas, y pensé que ojalá mi abuela siguiera aquí para decirles que se calcen, que a ver si se van a pinchar. Eso y que parecían un cuadro de Pepe Baena.
A Pepe Baena llegué por sus bodegones, en los que no pinta carne de caza sino tortas de Inés Rosales y galletas Dinosaurus con Cola-Cao, apaños para un puchero o litronas con patatas de bolsa. Los entornos en los que coloca a sus personajes nos suenan a muchos: comedores con muebles de madera oscura y la pared de gotelé en la que cuelga un almanaque, patios en los que las macetas son botes de pintura sin que nadie se cuelgue ninguna medalla porque aquello sea ecofriendly, cocinas con el hule de flores y la vajilla de Duralex. También estamos familiarizados con las situaciones que retrata: en uno de mis cuadros favoritos, una abuela le mira el pañal a un crío para ver si lo tiene sucio. En otro, una familia anda de aquí para allá en la cocina, una preparando algo, el otro hablando con un chiquillo, el más pequeño con Peppa Pig en la tablet.
Los cuadros de Pepe Baena son lo contrario a Instagram, ese espacio en el que la belleza está completamente desligada de la verdad y muchas veces del bien. En sus pinturas ocurre justo al revés: lo bello emana de que lo que pinta es verdadero y de la bondad que intuimos en esos críos que juegan con la cara llena de borreas. O en su propia mirada, capaz de convertir en arte la vida, los objetos y las situaciones cotidianas de la clase obrera. Ya en los setenta, Pasolini se lamentaba de que el capitalismo hedonista estaba terminando con la cultura de las clases populares, con su modo de vivir y de vestir, de hablar y de estar en el mundo. Unas décadas después podemos constatarlo: vivimos en una sociedad en la que las desigualdades se acrecientan, pero en la que los ricos y los pobres son, a primera vista, cada vez más indistinguibles. Incluso a veces podemos confundirlos, porque ahora los CEOs van en sudadera y sus chóferes en traje.
Pero los cuadros de Baena vienen a recordarnos que la clase obrera, sus entornos y sus gestos, sus objetos e incluso sus rostros siguen existiendo, aunque no suelan salir en las series ni en los periódicos, ocupados en miserias más vistosas que no poder comer pescado fresco porque el dinero no da. Vienen a mostrarnos que, como escribió Machado, “en España, lo esencialmente aristocrático es, en cierto modo, lo popular”.
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