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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nuevo impulso europeísta

El largo ciclo electoral demuestra que, pese al crecimiento ultra, la ciudadanía apuesta mayoritariamente por los valores de la Unión

Banderas de la UE frente a la sede de la Comisión Europea, en Bruselas.
Banderas de la UE frente a la sede de la Comisión Europea, en Bruselas.Efe
El País

Concluido el intenso ciclo electoral con las convocatorias —en un solo mes— a la Eurocámara y a los parlamentos de Francia y Reino Unido, Europa abre una nueva etapa política. El panorama continental es complejo y está expuesto a serias turbulencias externas —las guerras de Ucrania y Gaza siguen ahí—, pero hay una premisa evidente que se plasmará en el primer pleno del nuevo Parlamento Europeo, previsto para la semana que viene: en la Unión persiste una mayoría europeísta que resiste la embestida de las fuerzas ultranacionalistas, euroescépticas o claramente eurófobas. Hay, pues, un mandato popular para seguir con la construcción europea que debería ser reconocido y puesto en práctica.

El reconocimiento de esta realidad no puede, sin embargo, esconder la existencia de graves problemas. En términos nacionales, probablemente el principal sea la situación en Francia. Evitado el riesgo mayor de un Gobierno de la ultraderecha, queda el nada menor de no consolidar una mayoría parlamentaria estable. No puede obviarse que parte de la ciudadanía francesa lleva lustros expresando en las urnas una insatisfacción con el proyecto europeo que se refleja no solo en el apoyo a Le Pen, sino también a formaciones de izquierda como la liderada por Jean-Luc Mélenchon.

Desactivar el legítimo malestar ciudadano, que ha dado alas a los ultras, pasa necesariamente por la puesta en marcha de políticas que reduzcan la precariedad, la desigualdad y la angustia de tantos. La insatisfacción ciudadana no desaparecerá como por ensalmo por más que el avance extremista se haya conjurado momentáneamente. Porque no se detiene. El Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, que el domingo obtuvo 120 escaños —143 si se suman sus aliados—, obtuvo 89 hace solo dos años. En 2017 consiguió ocho.

En ese sentido, y ya a nivel europeo, tiene todo el sentido la presión del grupo socialdemócrata sobre Ursula von der Leyen para que incluya en su programa al frente de la Comisión una potente política de apoyo al acceso a la vivienda. Las fuerzas progresistas deben hallar un equilibrio con el que —sin dar ni un paso atrás en la lucha por objetivos como la igualdad de género, la defensa del medio ambiente, el trato humano a los inmigrantes o la protección de las minorías— alcanzar el gran objetivo transversal de una protección social que para algunos no ha funcionado.

Sería bueno que esto ocurriera desde una reflexión paneuropea porque la integración no puede tener ganadores y perdedores. La reciente victoria del laborismo pragmático de Starmer en el Reino Unido —como la de Scholz en Alemania o la mayoría parlamentaria en torno a Sánchez en España— muestran que hay un camino para la socialdemocracia. Su reto es convencer después de vencer y recuperar a las clases trabajadoras que expresan su descontento votando a formaciones populistas que, paradójicamente, trabajan contra los intereses y derechos de la mayoría.

Mientras, la heterogeneidad de las fuerzas ultras ha dado lugar no ya en dos, como antes, sino a tres grupos en el Parlamento Europeo. El nuevo escenario no debería dar alas a la tentación de parte de la familia popular de pactar con los bandos supuestamente buenos de esa galaxia. Sería de esperar que siguieran los ejemplos de la derecha portuguesa, alemana y, mayoritariamente, francesa, que rechazan esa clase de acuerdos. Pese a su fragmentación y diversidad, todas las fuerzas de ultraderecha comparten una visión de la sociedad que conduce a la erosión de derechos. Y hay que combatirla por principio, sin edulcorarla o abrazarla por conveniencia.

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