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LA BRÚJULA EUROPEA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sir Keir contra el espíritu de los tiempos

El laborismo de Starmer se sitúa lejos de actitudes populistas, extremas, polarizantes. Su victoria es un esperanzador cortocircuito, pero es mucho más frágil de lo que dice el reparto de escaños

Keir Starmer y su esposa, Victoria, en Downing Street este viernes.
Keir Starmer y su esposa, Victoria, en Downing Street este viernes.Kin Cheung (AP)
Andrea Rizzi

En medio de un Occidente carcomido por ultraderechas en auge, populismo, polarización galopante, logorreas políticas hiperbólicas, histrionismos e hiperliderazgos, en el Reino Unido acaba de ganar las elecciones el Partido Laborista de Keir Starmer, lo contrario de todo aquello. Un esperanzador cortocircuito del que parece ser el espíritu de los tiempos.

El laborismo de Starmer es un partido centrado, que ha hecho campaña sobre una propuesta política que promete disciplina fiscal, elevar la productividad, portadora de una actitud amigable hacia las empresas, bastante dura en materia migratoria, empática con Israel y que purgó sin piedad a Jeremy Corbyn y todo su ideario de izquierda radical. Starmer es un líder que ha sido a menudo tachado de gris. Alejado de las llamaradas retóricas del tiempo moderno, de la política de sablazos en X (antiguo twitter), se perfila como serio, solvente, contenido, reflexivo, apreciable constructor de equipos.

Se puede estar más o menos de acuerdo con las políticas concretas, se puede desear una posición más progresista, o menos, pero este conjunto de contención, moderación, ponderación se perfila como un bendito anacronismo cuando se observa el panorama político general, hecho de mucha verborrea y poca preparación, de inmediatez que destruye el tiempo para la reflexión, de desprecio que aniquila el espacio para la negociación. De cosas que anulan todo lo que la democracia necesita. Lo que la democracia es. Pero la democracia zarandeada, afortunadamente, ha logrado en este caso desarbolar un partido, los tories, que se entregó a todo lo anterior descarada e indignamente, y que por ello ha perdido no solo las elecciones, sino también el alma.

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Estos elementos esperanzadores, sin embargo, deben ser puestos en contexto.

La victoria laborista, enorme en términos de escaños, es mucho más frágil de lo que parece. Ha ganado con un 33% de los votos, los mismos del PP ahora en la oposición en España, y con una tasa de participación modesta, del 60%. El sistema electoral británico ha favorecido la proyección de una fuerza parlamentaria mucho mayor de lo que hay en el país.

Además, queda la duda de cuánta parte de esta victoria es adscribible a una profunda adhesión a esos valores positivos y cuanta a un simple, visceral rechazo del patético desempeño del Partido Conservador, del populismo bufonesco de Johnson, del libertarismo inepto de Truss, de la tecnocracia torpe de Sunak, de los bandazos, el descaro, las mentiras, una gran cuota de indignidad. Y, aun con ese balance horripilante, si Nigel Farage no hubiese presentado una candidatura alternativa, consiguiendo un 14% de los votos, el panorama sería bastante distinto.

Así que, tal vez, más que un profundo, maduro giro político, se trata de una coyuntural acumulación de circunstancias favorables que han generado una valiosa oportunidad para demostrar.

En concreto, la oportunidad de demostrar que una política fundada en la capacidad y el pragmatismo, que evita extremismo, polarización y dogmatismo ideológico, liderada por una persona procedente de una familia de clase trabajadora y no de las elites, puede lograr resultados muchos mejores que el desastre producido por los populistas brexiteros. En concreto, muchos mejores resultados precisamente para la clase trabajadora y sus hijos, reactivando el ascensor social siempre bloqueado en favor de los hijos de las elites, regenerando la esperanza en un futuro mejor, que tantos han perdido. Tal vez no haya peor condena en vida que perder la esperanza.

Y una oportunidad para demostrar que se puede hacer todo eso sin provocar boquetes en las cuentas públicas, sin enemistarse con el sector privado, abrazando un igualitarismo que no tiene complacencia ninguna con experimentos sedicentes igualitario y que en realidad no son otra cosa que regímenes autoritarios o populistas despreciables.

La victoria de Starmer se suma a otros casos de exitosas campañas contra las derechas varias planteadas desde posiciones de izquierda muy moderada, casi en el centro, o de centro liberal, desde actitudes no polarizadoras. Aunque con matices distintos, encajan en ese patrón las victorias en los últimos años de Biden, Scholz, Macron o Costa. Tal vez haya una lección política ahí, aunque cada país tiene su historia, y nada excluye que se puedan ganar a las derechas desde posiciones de progresismo más intenso.

Pero hay otra lección ahí. Al margen de Costa, desalojado del poder con una turbia maniobra judicial, los otros tres sufren un tremendo desgaste electoral. Macron atraviesa un calvario electoral que deja prácticamente muerto su proyecto, Scholz tiembla, Biden tiene graves dificultades para retener el poder. El caso es que los tres sufren ese desgaste aun habiendo logrado algunos resultados notables, aprobado reformas certeras. Bajo Macron se crearon dos millones de puestos de trabajo y se contuvo la pobreza; bajo Biden se pusieron en marcha grandes proyectos de apoyo a la ciudadanía y renovación del país; bajo Scholz se superó la dependencia energética de Rusia y puso en marcha un fundamental cambio estratégico. Pero, claro, los tres han cometido errores y, sobre todo, en esta época de ira con el sistema hay que cosechar enormes éxitos para garantizarse una continuidad y mantener alejadas a las fuerzas populistas que parecen subir casi sin esfuerzo.

Starmer, hijo de un obrero y una enfermera, tiene ahora una oportunidad, un mandato para intentarlo bajo los estandartes de la cohesión social, la inclusión, la moderación. Buena suerte, sir Keir, contra el triste espíritu de estos tiempos.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).
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