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BRASIL
Columna
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¿Será verdad que los políticos son el espejo de la sociedad?

Quizá el divorcio entre los sentimientos de la sociedad y las actitudes de muchos de sus representantes políticos es lo que está llevando a muchos países a soluciones de extrema derecha

Manifestante en contra de Bolonaro en Sao Paulo
Un manifestante sostiene un cartel que dice en portugués `Fuera el fascismo' durante una protesta contra Jair Bolsonaro, en Brasil, en 2020.Andre Penner (AP)
Juan Arias

No sé en otras partes, pero en Brasil la sociedad como tal suele ser mejor que sus representantes políticos: desde el presidente a los simples concejales de provincia. Eso de que los parlamentos son el reflejo de la sociedad, y menos de la más sacrificada, es pura ficción. Lo que llamamos la “gente” suele ser en general mejor que quienes les representan y deberían gobernar pensando en ella y no en sus privilegios personales.

Son a veces los lectores de los periódicos quienes mejor olfato reflejan para analizar ese abismo que a veces existe entre los intereses de los ciudadanos y los de quienes les representan. Leo esta mañana en el diario O Globo de Brasil una carta dolorida del lector Renato Pereira que desmiente que el Congreso, en su mayoría retrógrado, “sea el espejo de la sociedad” que, según él, “está formada en su mayoría por personas honradas, trabajadoras y solidarias” que fueron las que ya en el pasado acogieron a los que buscaban refugio huyendo del Holocausto perpetrado por Hitler y su gobierno nazi.

El ejemplo que acaba de dar: el Congreso brasileño, intentando aprobar una ley que puede condenar hasta a 20 años de cárcel a una joven que aborta tras haber sido estuprada, ha indignado a la gran mayoría de la sociedad. Así como el mal gusto de un diputado que llevó al Congreso un feto para enseñarlo. O el diputado que, tras haber dado un puñetazo en la cara de un colega, le gritó mirándole a los ojos: “Y agradece que estoy sin pistola”.

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Y quizás ese divorcio entre los sentimientos de la sociedad y las actitudes de muchos de sus representantes políticos, cada vez más centrados en su propio ombligo y en el enriquecimiento de sus familias y amigos, es lo que está llevando a muchos países del mundo a soluciones de extrema derecha, en la vana y falsa esperanza de políticos menos centrados en sus intereses personales y más en defender las costumbres y los mitos de patria, dios y orden.

Quizás, por todo ello, vuelve a ser actual la frase acuñada por el español Francisco de Quevedo: “Poderoso caballero es don dinero”. El dinero, necesario para vivir en paz, no puede convertirse en la finalidad de múltiples escándalos de tantos políticos a pesar de haber sido elegidos muchas veces con la compra descarada de votos. O el enriquecimiento relámpago de políticos y sus familias o la acumulación descarada de cientos de privilegios personales.

Lula acaba, por ejemplo, de anular una subasta para importar 263.000 toneladas de arroz y venderlas a un mejor precio en el mercado porque descubrió la faena de que la subasta la había ganado una empresa insignificante que vendía quesos y chucherías. Y son decenas las obras públicas en los estados y provincias que acaban muchas veces por construir carreteras de asfalto para llegar a la finca de la familia del político y hasta para construir en la misma un aeropuerto particular. Y eso, a la luz del sol.

Hago un paréntesis para recordar que hoy, hasta los políticos que aparecen con mayor respeto por la democracia, no soportan a una prensa libre y buscan todos los medios para combatirla. Incluso aquí en Brasil, el presidente Lula y, sobre todo, su partido de izquierdas, el PT, se quejan cada vez que los medios serios, con controles de cualidad, democráticos, que quieren hacer información libre, no se arrodillan a sus pies. Es curioso cómo a los políticos le molestan las palabras a veces duras, que desnudan los bajos fondos de sus pequeñas o grandes corrupciones.

En marzo del año pasado, en Valencia, España, durante la entrega de los Premios Ortega y Gasset, la directora de este diario, Pepa Bueno, elogió con orgullo la profesión que no “huye frente a la barbarie, sino que la retrata para que los crímenes no queden impunes, para que el mundo sepa”. Según ella, la función de la prensa libre es la de ofrecer a los lectores información valiente y precisa “para ayudarles a entender el mundo de la cacofonía global y del uso perverso de las palabras”.

En aquel día fue premiado curiosamente con el Ortega y Gasset el periodista Martín Caparrós, uno de los grandes escritores actuales, destripador de la fuerza que entrañan las palabras para evitar el uso perverso de las mismas. Quizás no sea a caso que cuando fue inventado el lenguaje escrito estuvo ya ligado al dinero. En las primeras tablillas de hace siglos, en Mesopotamia, en la de la Torre de Babel se hablaba de cuentas y de monedas. Solo más tarde nacieron los poemas, las palabras grávidas de creatividad y liberadoras del engaño, las metáforas y las palabras que acabaron siendo a la vez más peligrosas que las mismas armas. Estas asesinan el cuerpo. Ese “uso perverso” de las palabras falsas o hueras de contenido, a veces asesinas, ¿no será lo que alimenta el descrédito, por no decir el desprecio, de las nuevas generaciones por la democracia?

A la política le sobran palabras hueras y le faltan palabras libertadoras y valientes que generen confianza en un mundo que mal sabe en este momento. ¿Por qué carriles se mueve el tren de la esperanza de los nuevos descubrimientos? ¿Nos harán más libres o nuevos esclavos de las palabras perversas con los ojos puestos en el poderoso caballero de nuestro ínclito Quevedo?

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