Europa en apuros, vuelve la mili
La llamada a filas que se está produciendo en algunos países no resuelve los problemas en seguridad y defensa
Ahora mismo la tendencia parece imparable. De momento, de un total que ronda los 85 Estados que tienen alguna forma de servicio militar obligatorio (al menos para los hombres), ya son 22 los ubicados en el continente europeo que lo mantienen o lo han reintroducido: Armenia, Austria, Azerbaiyán, Bielorrusia, Chipre, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Francia, Georgia, Grecia, Letonia, Lituania, Moldavia, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Turquía y Ucrania. Entretanto, Alemania, Francia, Italia, Polonia y Reino Unido apuntan en esa misma dirección, aunque todavía no han dado el paso definitivo.
En primera instancia parecería que la amenaza que representa Rusia, sobre todo tras el arranque de su invasión sobre Ucrania, es el factor desencadenante de lo que, junto al notable incremento de los presupuestos de defensa, Edgar Morin ha calificado acertadamente como histeria belicista en su De guerra en guerra (editorial Popular, 2024). Pero cuando se repara en que entre los mencionados los hay grandes y pequeños, unos vecinos de Rusia y otros alejados de ella, europeístas, atlantistas y hasta neutrales, se impone la necesidad de ampliar el campo de visión. Y así aparecen otras motivaciones que conectan con el intento de algunos gobiernos de tomar el supuesto atajo de la llamada a filas para hacer frente al muy inquietante clima de polarización sociopolítica existente, como si el paso por los cuarteles fuera a servir para crear ciudadanos tolerantes y comprometidos con su comunidad nacional, allí donde otras instancias, desde la educativa a la familiar, están rindiendo muy por debajo de su potencial. Incluso hay otros que siguen creyendo que los ejércitos pueden servir todavía como una escuela de capacitación para futuros trabajadores en algunas ramas del mercado laboral. Razones y motivaciones que en ningún caso justifican la vuelta a lo que allá por el siglo XVIII fue una conquista democrática frente a los resabios de clase de quienes por su alta posición quedaban hasta entonces eximidos de esa carga.
Si nos centramos en la clave militar, que debería ser la principal a tener en cuenta cuando se trata de mantener unas fuerzas armadas y dotarlas de los medios necesarios para ser creíbles como instrumentos de disuasión y de último recurso frente a amenazas que pongan en riesgo los intereses vitales de un Estado, el servicio militar obligatorio que se está planteando en términos generales no sirve para mejorar el nivel de seguridad. Para llegar a ese punto basta con atender a dos aspectos centrales en los marcos de defensa actuales. Por un lado, el dominio de sistemas de armas cada vez más sofisticados, la automatización de protocolos tácticos en condiciones reales de combate o la capacidad para tomar decisiones ante circunstancias sobrevenidas no se logran más que con la formación y la instrucción continuadas a lo largo del tiempo, mucho tiempo; más de los seis o nueve meses a los que parecen reducirse las actuales propuestas de servicio obligatorio. Por otro, el soldado actual debe enfrentarse a situaciones cada vez más complejas, muy distintas de las que se daban en los conflictos del pasado siglo, cuando bastaba con apretar el gatillo contra todo lo que se moviera en la trinchera enemiga. Y esa capacidad para actuar en situaciones propias de guerras híbridas y asimétricas y, muchas veces, entre población civil con marcos culturales distintos, también necesita profesionales avezados para evitar que un traspié individual pueda derivar en un problema inmanejable.
Si a eso se le añade el factor sociopolítico, contando con que la vuelta al sistema de conscriptos no resulta fácilmente digerible para nuestras sociedades post-heróicas y, por tanto, tendrá un innegable coste político para el gobernante de turno que decida ponerlo en marcha, resulta aún más aventurado adentrarse por una senda que, por cierto, las dos mayores potencias militares del planeta, Estados Unidos y China, junto con India y Japón, ni se plantean. En una nueva vuelta de tuerca a un recurso clásico para contrarrestar la oposición social a una medida de ese tipo, vemos como actualmente estamos ya instalados en un discurso que, para beneficio considerable de algunos, tiende a securitizar la agenda política, tanto interna como externa, y a generar un clima de temor no siempre fundado. De ese modo, sus promotores cuentan que la ciudadanía irá aceptando como irremediable la militarización de la vida nacional y la necesidad de volver a las armas.
Todo ello sin olvidar que el desarrollo tecnológico aplicado a la defensa se traduce en una menor necesidad de sirvientes por cada sistema de armas, mientras que las muy controvertidas armas autónomas (sin ningún tipo de intervención humana) comienzan a hacerse presentes en el campo de batalla. En síntesis, no parece que lo que se necesita para responder a las exigencias de las guerras actuales, incluyendo las convencionales de alta intensidad, sea aumentar la masa de combatientes en línea, o susceptibles de ser movilizados de inmediato, sino un personal mucho más cualificado e instruido.
¿Quiere decir eso que se equivocan los 22 anteriormente citados y los que actualmente están enfrascados en el debate, entre los que, al menos de momento, no está España? Si se atiende a lo que habitualmente manifiestan los mandos militares, así parecería. En general suelen ser contrarios a la introducción de un servicio obligatorio de escasos meses. Por un lado, porque no quieren verse convertidos en formadores de unos reclutas que deberían haber llegado a sentirse miembros de una misma comunidad nacional, compartiendo valores, principios e intereses con los demás a través de su paso previo por otros canales de educación para la ciudadanía. Igualmente, como corresponde a cualquier Estado desarrollado, porque entienden que los ejércitos ya tienen unas misiones esenciales, entre las que no caben la alfabetización, la vacunación, la extinción de incendios o la construcción de carreteras; salvo que se trate de un Estado disfuncional que no cuente con organizaciones civiles encargadas de esas tareas. Por último, porque calculan que el necesario aumento en el gasto en un personal escasamente cualificado se hará a costa de recortar en otros capítulos del presupuesto para modernización y operatividad.
Elevando el listón para valorar de qué manera se debe actuar para neutralizar las amenazas que nos afectan, interesa recordar que los instrumentos militares no pueden ser los protagonistas principales para hacer frente a la emergencia climática, a los peligros de la disrupción tecnológica, a las pandemias, al terrorismo internacional y a tantas otras fuentes de peligro. Como nos enseña la historia repetidamente, se equivocan quienes piensan que más armas, y más soldados, significan por sí mismos más seguridad.
Por lo que respecta a los Veintisiete, la llamada generalizada a filas de más jóvenes no resuelve ninguno de los problemas que hoy tenemos pendientes en el terreno de la seguridad y defensa. Por un lado, sigue siendo un planteamiento nacionalista, que parece olvidar que en solitario ninguno de ellos tiene la más mínima posibilidad de salir airoso ante cualquier amenaza a sus intereses por muchos soldados que logre movilizar. Por otro, para hacer frente a Putin y sus ansias imperialistas lo fundamental seguirá siendo activar la necesaria voluntad política para lograr una verdadera suma de capacidades nacionales al servicio de una causa común, contando con que ya existe una neta superioridad tanto en términos demográficos, como económicos, tecnológicos y, por supuesto, militares.
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