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Columna
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¿De verdad estamos estancados?

Una idea gana fuerza desde hace años: los algoritmos frenan la innovación cultural

Fans de Spider-Man, durante el estreno de 'Spider-Man: Homecoming' en Tokio.
Fans de Spider-Man, durante el estreno de 'Spider-Man: Homecoming' en Tokio.KIM KYUNG-HOON (REUTERS)
Jaime Rubio Hancock

Nada, o casi nada, ha cambiado desde 1999. El director de cine Nacho Vigalondo ha compartido en Twitter un vídeo en que el cómico británico Michael Spicer sostiene esta tesis: no ha habido novedades sustanciales desde 1999 y los primeros años de la década de 2000. Fue entonces cuando se extendió el uso de internet y de los móviles. Además, muchas de las grandes producciones culturales de esa época, como las películas basadas en cómics, siguen vigentes. Y, la verdad, resulta difícil llevarle la contraria si recordamos que desde 2002 ha habido tres Spider-Man de carne y hueso, y otro animado.

El vídeo de Spicer sigue una idea que está cobrando fuerza desde hace unos años, la del estancamiento cultural. Vivimos en un momento no solo de consolidación, sino también de pocas novedades y escaso atrevimiento en comparación con décadas anteriores. Uno de los factores decisivos viene de las grandes empresas tecnológicas, como menciona Spicer y como detalla Kyle Chayka en su libro Mundofiltro: gran parte del contenido cultural depende de algoritmos y plataformas que compartimentan cada vez más el acceso a la cultura.

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Por ejemplo, hace 25 años todos descubríamos la misma música a la vez gracias a la radio, pero ahora Spotify nos ofrece listas más o menos a medida, de las que puede desaparecer todo lo que nos desagrada o no nos apetece probar. Hemos de hacer un esfuerzo, por pequeño que sea y con excepciones muy contadas, para enterarnos de lo que escuchan los demás. Es decir, seguimos con los filtros burbuja que ya identificó Eli Pariser en 2011 (ni siquiera eso ha cambiado).

Los algoritmos también condicionan nuestras expectativas, como ocurre con esas cafeterías y restaurantes que parecen pensados para Instagram. Es lo que Chayka llama en su libro “una estética genérica, aplanada, reproducible”, que provoca esta “sensación de que no surge nada nuevo”. Hay menos espacio para la sorpresa porque las recomendaciones algorítmicas lo han deformado todo, “desde las artes visuales al diseño de productos, la coreografía, el urbanismo, la comida y la moda”, en busca de “una respuesta inmediata, a menudo superficial”. Es decir, un me gusta, un retuit, un comentario rápido.

Estas presiones llevan a que los artistas tengan miedo a experimentar y a apartarse de las fórmulas que funcionan. Y la inteligencia artificial puede terminar potenciando aún más esta sensación si, como parece, se limita a inundar internet con textos, fotos y vídeos clónicos y sin personalidad.

En su libro Status and Culture, W. David Marx también se detiene en esta sensación de estancamiento. En su opinión, la evolución cultural viene de nuestro deseo de ascender en la jerarquía social. No hablamos de dinero, o solo de dinero, sino del prestigio que da saber qué opinar, qué llevar puesto y por dónde moverse.

Internet ha cambiado esta dinámica porque todo el mundo tiene acceso a contenidos de nicho —a ese grupo “que seguro que no conoces”—, por lo que el estatus cultural se sustituye por marcadores más obvios, como el dinero y la popularidad, o su apariencia. Nadie quiere ser indie o de culto, porque todo el mundo más o menos lo es. Lo difícil es tener un jet privado, y por eso se busca el éxito y se repite lo que funciona. La parte buena: Marx subraya que, al tener acceso a más cultura, los jóvenes son menos esnobs y más abiertos.

Todo esto se puede poner en duda. Resulta normal que no seamos conscientes de los cambios que estamos viviendo hasta dentro de un par de décadas. También hay que mencionar que se habla de estancamiento al menos desde 2011: el economista Tyler Cowen publicó ese año un libro sobre el parón en la productividad y en la innovación estadounidense desde la década de los setenta, nada menos. Pero desde hace unos años Cowen defiende que el parón está llegando a su fin. Así que a saber.

También hay que recordar que Chayka tiene 35 años y Spicer, 46, y cuando entras en la madurez parece que todo se estanca porque se acaban las novedades y las primeras veces. No es que el punk haya muerto; es que lo hemos guardado en el trastero, al lado de la guitarra y el ampli.

De todas formas, la solución que propone Chayka es buena incluso aunque pensemos que exagera: resistir. No está solo. La periodista Delia Rodríguez ya proponía hace unos meses que tenemos que “navegar mejor”. Hay que hacer un esfuerzo para buscar esa película que todo el mundo parece haber olvidado, ese blog que nadie lee o ese bar que no se parece a los bares de Instagram.

No se trata de evitar la dictadura de la moda, como se decía hace años, ni de tirar el móvil al mar, como se dice ahora, sino de buscar la complejidad y la ambigüedad que se escapa de las recomendaciones automáticas, aunque a veces salga mal. A lo mejor la cultura, sea eso lo que sea, no tiene más remedio que estancarse, pero nosotros no tenemos por qué hacerlo.

Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Editor de boletines de EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', además de la novela 'El informe Penkse', premio La Llama de narrativa de humor.
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