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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Más que Assange

Extraditar a Estados Unidos al editor de Wikileaks sería un modo de amedrentar a los medios de comunicación y a sus fuentes

Partidarios de Julian Assange, este martes frente a la Corte de Apelaciones de Londres.
Partidarios de Julian Assange, este martes frente a la Corte de Apelaciones de Londres.TOBY MELVILLE (REUTERS)
El País

En las próximas horas un tribunal del Reino Unido podría decidir si Julian Assange, editor de Wikileaks acusado de revelar en 2010 y 2011 información secreta del Gobierno estadounidense, tiene derecho a recurrir su extradición a Estados Unidos, autorizada en 2022 por el Tribunal Supremo británico y confirmada por el Ejecutivo. Negar ese derecho al célebre hacker australiano ­—cuyas revelaciones mostraron a la opinión pública mundial hechos y estrategias que Washington intentó ocultar durante años— no solo puede significar una condena a 175 años de cárcel para una persona cuyo supuesto delito fue publicar documentación que un Gobierno escondía deliberadamente a su sociedad, sino también un duro golpe para el periodismo de investigación y, en suma, para la libertad de prensa en todo el mundo.

La actuación de Assange fue vital para difundir informaciones amparadas en un uso falaz del concepto de secreto de Estado. Entre ellas, pruebas documentales de actuaciones ilegales del ejército estadounidense contra civiles en las guerras de Afganistán e Irak o presiones a los gobiernos de países soberanos a lo largo de varias décadas.

La de Wikileaks fue una labor de difusión en la que colaboraron medios de todo el mundo aportando cientos de profesionales que verificaron la autenticidad de la documentación y, en sintonía con los códigos deontológicos periodísticos, pusieron en práctica los protocolos necesarios para garantizar que la publicación de dichas informaciones no pusiera en peligro la vida de ninguna persona. Así sucedió, por ejemplo, con la publicación a partir de 2010 de más de 250.000 documentos del Departamento de Estado en la que participaron EL PAÍS, The New York Times, The Guardian, Le Monde y Der Spiegel.

El hostigamiento sufrido por Julian Assange desde prácticamente esa misma fecha —lo que le obligó a pedir asilo durante siete años al Gobierno de Ecuador en su embajada en Londres, donde además, como reveló EL PAÍS, fue espiado 24 horas al día por una empresa española— va más allá de la persecución por parte de Washington de un presunto delito de revelación de secretos, sino que constituye un inequívoco modo de amedrentar a los medios de comunicación y a sus fuentes.

Ciertamente, la figura de Assange es controvertida. Sus problemas judiciales comenzaron con una huida de la justicia sueca tras ser acusado de violación y abusos sexuales, cargos de los que siempre se declaró inocente y víctima de un montaje para extraditarlo a EE UU. También fue acusado de formar parte de la estrategia de Vladímir Putin para desestabilizar a Occidente. Finalmente, la relación con los medios que difundieron las informaciones de Wikileaks ha sido en ocasiones turbulenta. Pero nada de esto puede ocultar su decisivo papel como actor necesario para que los derechos de los ciudadanos, especialmente los estadounidenses, se vieran respetados cuando su Gobierno actuaba en dirección contraria.

En Londres se decide hoy mucho más que la extradición de un ciudadano particular acusado de un delito. Lo que está en juego es, en un tiempo de montajes, bulos y realidades alternativas como el que vivimos, una forma rigurosa e independiente de hacer periodismo. Y con ella, dos puntales de la democracia: la libertad de prensa y el derecho a la información.

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