Un banderín del Atleti
En una entrevista, la neurocientífica Mara Dierssen explicó que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido
El Atlético de Madrid ha felicitado la Navidad con un vídeo en el que un taxista se encuentra, en un páramo, a un anciano desorientado. Es una historia hermosa e impactante. En ella, el taxista aparca en medio de la noche y se baja para preguntarle al anciano qué hace allí. “No encuentro mi casa, estaba aquí”, dice señalando la nada. El conductor se ofrece a ayudarlo pero choca con la desconfianza del viejo: déjeme su cartera para averiguar su dirección, le dice; ¿no me querrá robar?, pregunta el otro antes de entregársela. Finalmente, los dos se suben al taxi, aunque los intentos del conductor por establecer diálogo chocan con el silencio y la desconfianza de su pasajero. Y entonces el conductor habla de fútbol. El partido de ayer, ¿lo vio? El anciano se espabila: ¡qué tres goles! Sonríe el taxista, y el anciano sigue hablando: “Y qué partidazo de Di Stéfano, es el mejor”. El desconcierto del conductor; la animosidad por fin del anciano, que empieza a hablar de Di Stéfano y sus impresionantes cualidades. Y el taxista, entonces, retira el banderín de su club que lleva colgando del espejo retrovisor y dice: “Sí, es el mejor, Di Stéfano”. Y los dos siguen hablando todo el trayecto hasta que llegan a casa del anciano, donde ya le esperaba su familia; al volver el conductor al taxi solo, coloca de nuevo el banderín del Atleti donde estaba mientras aparece el mensaje “Por encima del Atleti están los valores del Atleti”.
Es una historia perfecta de Navidad, es decir, de cualquier época del año. Quizá por eso no ha despertado tanto odio como el esperado en redes sociales (si bien hice un scroll prudente: en Twitter se me ha cansado antes el dedo que la cabeza). Del bello mensaje, de ese gesto humano del taxista escondiendo su banderín por seguir generando amistad en un anciano tan frágil y de confianza precaria (claro que podría dejar el banderín en su sitio, pero por qué no charlar unos minutos desde el mismo bando si ya os habéis ido los dos a los años sesenta), me paré a pensar en aquello que nos queda, la última resistencia, cuando la enfermedad nos vacía la cabeza. Las canciones de hace décadas que aún guardan los enfermos en algún lugar del cerebro y pueden recordar o cantar, la memoria afectiva que hace que no recuerden quién es su hijo, pero sí la paz y el amor que les transmite su presencia. Los rayos de luz, fulminantes, que de vez en cuando iluminan una zona ya nunca transitada y que de repente se aparecen como en un milagro, el último, tal que a García Márquez en el restaurante Viridiana de Madrid, sin reconocer ya a nadie, dijo al escuchar el nombre de Aureliano Buendía: “A ése lo conozco”.
En una entrevista en EL PAÍS, la neurocientífica Mara Dierssen explicaba que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido, como las nuevas neuronas que nacen en el cerebro después de nuestro nacimiento. “Gracias a esas neuronas, el cerebro sobreescribe y borra memorias (…). Al margen del olvido generado por la lejanía temporal, los recuerdos están influidos por las emociones de la persona. Y aunque a todos nos gustaría borrar de la mente las experiencias negativas, los malos recuerdos pueden tener un valor de supervivencia, para evitar repetir los errores cometidos o para protegerse mejor en el futuro”. Mira que si al final el anciano era del Atleti, y recordaba a Di Stéfano por puro temor.
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