¿Cuándo caduca la compasión?
Nos pasa que nos dijimos que no caeríamos en la indiferencia de todas las otras veces hasta que un día, con el desliz de un dedo, dejamos de mirar de pronto los ojos del terror para que nos saltara el siguiente vídeo: más agradable, sin tanta muerte
Nos pasa que ya no miramos, que el dolor agota y se ha vuelto insoportable. Nos pasa que mantener la mirada, de tan sencillo, nos cuesta tanto. Nos pasa que nos dijimos que no caeríamos en la indiferencia de todas las otras veces hasta que un día, con el desliz de un dedo, dejamos de mirar de pronto los ojos del terror para que nos saltara el siguiente vídeo: más agradable, sin tanta muerte. Ese vídeo nos llevó a otro y a otro y al final nos resultó imposible recordar de qué iba el primero, que por algo el algoritmo sabe lo que hace. La nueva droga es la atención.
Nos pasa que nos dijimos que ya que no podíamos hacer apenas nada contra la guerra ―quizá unos tuits, quizá unos artículos, con lo ridículo que es eso―, nos comprometimos al menos a mantener en guardia el interés, que era lo más humano y lo más básico: consistía en mirar y en querer saber. Pero mirar ya no se puede, porque siguen apareciendo niñas y niños muertos o huérfanos o heridos bajo los escombros. Y hay un momento en el que, sin saber por qué, uno desliza el dedo y aparta la mirada. En realidad, sí se sabe por qué: porque podemos, porque la realidad de los otros es para nosotros una imagen. Y si no se ve, no existe.
Nos han enseñado los índices de audiencia la diferencia entre aquello que decimos que vemos y lo que de verdad vemos. Nos han enseñado que los telediarios no se pueden abrir por mucho tiempo con imágenes muy duras porque ese dolor acaba por anestesiar o por cansar, como si la capacidad de conmoverse, o de indignarse, tuviera un límite, que a lo mejor lo tiene: la pregunta es cuánto es eso. ¿Un par de días? ¿Tres? ¿Una semana?
El otro día vi cómo llegaba un niño al hospital después de uno de los bombardeos y en la imagen, que estaba tomada de lejos, salía también un hombre grabando con su teléfono. Corría igual que los sanitarios, pegado a ellos, y acercaba el móvil a la escena todo lo que podía. Siguió grabando luego, con una templanza que asustaba, en cuanto empezaron a traer a más niños con las heridas abiertas. Ese hombre grababa para poder denunciar. Para que el mundo viera y supiera. Para que conste. Ese hombre grababa porque ya no puede hacer nada más. Él no sabrá nunca cuántos verán sus vídeos ni cuántos, al verlos, se preguntarán cómo se detiene esto y si se puede hacer algo. Se puede, por lo menos, querer mirar para poder saber. Lo demás será un misterio: será un misterio saber cuándo caducan la empatía y la solidaridad. O la compasión, tan citada en estas vísperas de Navidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.