La campaña electoral televisada: platós y debates en el siglo XXI
La cita para que los candidatos confronten debería ser constante en las elecciones generales, sin depender de la voluntad de los actores políticos, y su formato podría cambiar y adaptarse a los nuevos tiempos digitales más veloces y complejos
Los medios de comunicación son el principal canal por el que la ciudadanía se informa sobre la actualidad. Además, sabemos que la televisión es el medio más accesible para todos los ciudadanos, mientras que la prensa escrita o las plataformas online las suelen leer en mayor medida ciudadanos de edad media, hombres, y de nivel educativo medio/alto. La lectura de prensa on line y off line requiere una audiencia relativamente dedicada. En cambio, los formatos televisivos son más superficiales y las audiencias los escuchan en su vida cotidiana de forma más pasiva, mientras hacen otras cosas. Por ello se ha llegado a la conclusión de que, en general, la mayoría de programas televisivos no contribuyen a informar a sus audiencias. Sin embargo, en la era de internet y los social media y los programas de entretenimiento han cobrado mucha importancia. Tanto es así que la presencia de candidatos en el plató de los programas que se emiten en las horas de mayor audiencia televisiva es una constante en los días de precampaña electoral que estamos viviendo. Algo que hace una década sería impensable en el equipo de estrategia de campaña de los dos principales partidos que han ocupado la presidencia en nuestro país en las últimas décadas (PSOE y PP).
Este tipo de programas, a los que se les conoce con el nombre de “infoentretenimiento” por el carácter híbrido en su contenido (mayormente de distracción, pero con pinceladas de política), contribuyen a que la ciudadanía conozca con mayor detalle la figura de los candidatos, sus principales ideas, e incluso algunos detalles de su vida personal. Los candidatos buscan así acercarse a los hogares de la gente para despertar simpatía entre los oyentes. Simpatía que apela especialmente a las emociones. Y las emociones pueden resultar cruciales para decidir el voto de alguien que duda entre varias opciones, o incluso de alguien que duda si votar o no. Se ha mostrado que el formato de este tipo de programas puede promover el acercamiento de algunos ciudadanos a la política, especialmente quienes más alejados de ella se muestran, al menos en el contexto de la celebración de elecciones en España.
Pero el producto estelar de la televisión en campaña electoral ha sido y es el debate entre los aspirantes a la presidencia del Gobierno de los principales partidos compitiendo en las elecciones. Los debates televisados constituyen un auténtico rito en algunas democracias, como en Estados Unidos donde a pesar de no ser obligatorios por mandato constitucional (como ocurre en España) se consideran un momento crucial de la campaña electoral desde aquel primer mítico debate presidencial entre Kennedy y Nixon en septiembre de 1960.
Sin embargo, los debates televisados tienen en la historia de la democracia española un papel secundario, puesto que no se utilizaron hasta las elecciones de 1993, con el famoso careo entre González y Aznar. A partir de ese momento, los debates se han ido sucediendo a trompicones, dominando el formato unipersonal en el que dos líderes sentados en una mesa con un moderador discutían intensamente. El formato evolucionó con la irrupción de nuevos partidos de implantación estatal en las elecciones de 2015, 2016, y 2019 para mostrarnos a los candidatos de pie desde su tribuna personal, con el tiempo de intervención controlado al milímetro por el moderador. Lo cierto es que la ausencia de regulación y de tradición hace que la organización de los debates en España se improvise en el contexto concreto de cada elección, y su celebración dependa de la buena voluntad de los posibles participantes, así como de la cadena televisiva que lo proponga organizar.
Si les propusiera el ejercicio de que se imaginaran un debate en abstracto, apuesto a que lo primero en lo que pensarían es en un duelo entre los dos principales aspirantes a la presidencia del Gobierno. Y digo aspirantes en masculino porque siempre lo fueron y dos porque el bipartidismo ha sido la tónica general de nuestra democracia con la excepción de las elecciones más recientes donde otros partidos han ido ganando peso. A pesar de las transformaciones recientes del contexto político en nuestro país, tanto los políticos como los medios de comunicación parecen resistirse a adaptarse a los nuevos tiempos y sigue siendo recurrente esta idea de debate como enfrentamiento, duelo, o competición entre dos hombres. Dos hombres que persiguen convencer a la audiencia de que son los más brillantes, contundentes, seguros de sí mismos, convincentes, e incluso atractivos. ¿Habían reparado alguna vez en que cuando se habla sobre los debates los comentaristas políticos utilizan de forma recurrente metáforas y adjetivos provenientes del campo semántico de los deportes más típicamente asociados a la idea de masculinidad? Me refiero a deportes como el boxeo, la caza, o las artes marciales por poner algunos ejemplos. No creo que sea casualidad.
Y así llegamos a las elecciones de julio de 2023. Elecciones en las que por primera vez en la historia de nuestra democracia una mujer compite como cabeza de lista de su partido para aspirar a la presidencia del Gobierno y no parece que vayamos a tener la oportunidad de escucharla ni de verla en el debate acordado en Atresmedia con Sánchez y Feijóo. RTVE y el Grupo Prisa también han propuesto un debate a los cuatros principales aspirantes (incluida Díaz) pero Feijóo ha sido el único que ha declinado la invitación, arriesgándose a que se celebren dos debates con su silla vacía. En definitiva, una vez más la celebración de los debates y su formato va a depender de la voluntad de unos pocos. Con toda probabilidad asistiremos a un solo debate en el que participe el líder de la oposición. Un debate que previsiblemente volverá a reproducir el manido formato del duelo entre dos hombres en el que la rivalidad y el enfrentamiento prevaldrán sobre cualquier otra cosa, y donde de forma machacona seguiremos escuchando obviedades y eslóganes superficiales y con poco valor argumentativo.
No soy la primera en señalar que otro tipo de debates electorales es posible. Para empezar, su celebración debería ser constante en las elecciones generales, sin depender de la voluntad de los actores políticos y comunicativos del momento. Pero también su formato podría cambiar y adaptarse a los nuevos tiempos digitales más veloces y complejos. Por ejemplo, se podrían organizar series de debates especiales sobre un tema concreto al que se le dedicara el tiempo suficiente como para discutir sus pormenores con los necesarios matices. Así, las audiencias podrían seleccionar el debate que más les apeteciera ver en función de sus intereses personales: un especial sobre cambio climático, otro sobre economía, o sobre sanidad. La probabilidad de informar a las audiencias aumentaría de forma significativa con este formato. Además, para cada debate podría acudir una persona distinta para que la ciudadanía sea consciente de que los candidatos más visibles (los cabezas de lista por Madrid) están acompañados de equipos, contribuyendo así a relativizar la excesiva personalización de la política. Tal vez así las audiencias entenderían mejor que el liderazgo político no depende solamente del carisma de una persona en concreto, sino de la calidad de su proyecto de futuro para el país. Un proyecto que necesariamente tiene que ser colectivo.
Y ya por proponer, déjenme ir aún más lejos. Me atrevo a sugerir que cuando hablemos de los debates televisados nos permitamos la osadía de utilizar metáforas y adjetivos que vayan más allá de las típicas metáforas deportivas asociadas a la masculinidad. En un mundo digital plagado de incertidumbres y prestezas no estaría mal ver a los aspirantes a la presidencia charlar con sosiego sobre los principales retos que nuestra sociedad deberá afrontar en los próximos años. En definitiva: menos eslóganes y más contenido.
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