Flor Bárcenas y la poesía trans que abre caminos
Su libro ‘Bramidos de Agua Dulce’ hace del Río Sinú un personaje que carga consigo el peso de la muerte y la violencia contra las mujeres trans en Montería
Mi nombre, atravesado en las piernas de la mujer valiente y triste que partió al océano con su piel oscura y me parió a destiempo.
Cansada me inicio en el mundo y empiezo a ser decoración del espacio, el extraño insecto que dobla la belleza.
Soy una contracción histórica, no escondo mi rostro.
En el cuerpo de Flor Bárcenas Feria floreció un jardín que no para de crecer y de allí sacó su nombre. Bárcenas nació hace 25 años en Montería, una ciudad convulsa de Colombia y en el seno de una familia que tardó en entender su experiencia de vida. Así fue como en la literatura encontró un lugar seguro y una herramienta para explorarse como mujer, como mujer negra, como mujer negra y trans. Ahora, licenciada en Literatura y estudiante de una especialización en Escritura Creativa usa la poesía para posicionarse en el mundo y transformar los discursos de odio contra su comunidad.
En su primer libro Bramidos de Agua Dulce (Escarabajo, 2020) conversa con el Río Sinú. Un afluente que atraviesa su ciudad natal y que en su poemario se vuelve un personaje que carga consigo el peso de la muerte y la violencia contra las mujeres trans en Montería.
Hace un año vive en Cali, a donde se mudó para seguir estudiando. Hace unos días, en su visita a la capital colombiana como invitada en un panel de la Feria del Libro de Bogotá (FILBo), habló con Americanas sobre cómo la poesía trans combate las hegemonías literarias.
Pregunta. ¿Cómo surgió su relación con la literatura?
Respuesta. Viene desde la infancia, justamente porque en mi familia, en mi contexto social, yo representaba una suerte de incógnita. La escritura fue el primer espacio seguro, si se quiere, en el que yo podía performar lo que quería decir. Un espacio en el que pude poner mi cuerpo a transitar. La poesía para mí tiene una relación muy íntima y está relacionada con ese deseo de ser y ese deseo de libertad que las personas que me rodeaban no me permitían. Crecí en un contexto familiar muy violento, con un papá violentador, una mamá subordinada que estaba atendiendo la tragedia de tener que estar con un marido violento y yo no podía cargarla con mi propia tragedia.
Luego de muchas situaciones migré y en la universidad, en otra ciudad, es cuando empiezo a ser consciente del poder que tengo con la palabra. Antes era solamente un lugar donde desahogarme. Es que para mí escribir tiene que ver con sentarse a ver cómo corre el mundo. No es únicamente el ejercicio de sentarse a redactar un poema o un texto, es más profundo.
P. Con los años Flor se ha ido transformando, ¿también lo hace su poesía?
R. Yo lo digo siempre: la poesía me salvó. Puede ser cliché, pero así fue. La poesía me permitió mirar hacia adentro con una agudeza que no me lo hubiera permitido otra cosa. Es decir, creo en el poder de la poesía para cambiar vidas y para transformarnos, para agenciarse desde la palabra.
En ese sentido, mi poesía está bebiendo todo el tiempo de mis sueños. Ahora ha tomado otros rumbos y está brotando muchísimo más la experiencia travesti. Estoy escribiendo en esa clave reivindicando el deseo y destereotipando los únicos lugares en los que nos han situado a las mujeres trans. Ha sido una búsqueda que estoy explorando desde el lenguaje y desde mi cuerpo. Pero sobre todo porque no se espera que una mujer trans se desarrolle en espacios de la literatura.
P. Dice que de niña no imaginaba que la literatura pudiese llevarla tan lejos. ¿Qué le diría hoy a esa pequeña escritora?
R. La Flor pequeña era muy temerosa y estaba como arrojada en el silencio porque no veía posibilidad de escucha, ni de resonancia. Si pudiera hablarle le diría que no parara de escribir, que no se olvidara de que sus manos pueden florecer poemas. Ya que a pocas travestis nos han permitido agenciar nuestro futuro, hoy deseo y lucho porque que muchas más puedan hacerlo, no solamente en la literatura, sino en lo que sea que deseen ser.
P. Visitó Bogotá para participar en la FILBo de este año. ¿Cómo lee su presencia allí?
R. Apenas ahora están empezando a considerar importante lo que las personas trans tenemos por decir. Eso se nota cuando me invitan a mí, como en este caso, a que hable de cómo ha sido mi proceso de escritura. Que yo vaya a hablar de eso a un lugar como la FILBo es muy poderoso.
P. ¿Considera que hay un vacío de referentes para las infancias trans o para las poblaciones históricamente marginadas?
R. Sí. Por eso me parece inaplazable que cada vez haya más mujeres trans, negras, seropositivo, escribiendo y queriendo contar experiencias desde nuestras corporalidades. Para mí es muy valioso si otra travesti me lee y puede encontrar un camino, identificarse con mi escritura o con lo que soy.
P. ¿Cuáles son sus próximos pasos como poeta?
R. La forma en que nosotras tenemos de relacionarnos con nuestros cuerpos, con nuestro arte, con nuestro deseo, con nuestra sexualidad, es una cosa que no podemos arrancarnos. De eso quiero y tenemos que escribir porque nos atraviesa. Aun así, creo que es peligroso que solo nos enunciemos desde ese lugar de la hipersexualización o que los otros quieran acercarse a nosotras y a nuestra literatura, solamente por esos lugares comunes. Por eso, mi propuesta desde la poesía en este momento es mostrar a otro un futuro posible para nosotras. Imaginarnos fuera de los lugares de exclusión, reivindicar la ternura y el amor. Hay que controlar la narrativa y nosotras tenemos esa responsabilidad porque eso es lo que le vamos a dejar a las otras generaciones, a las futuras mujeres trans y cómo van a verse reflejadas, cómo van a verse en la literatura más allá de ese lugar estereotipado de la sexualización. No somos solo eso. Somos hijas, madres, escribimos… hacemos y podemos hacer mil cosas más.
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Y una sugerencia para acabar:
🎞️ Un documental: La vida me supera
Por Érika Rosete
Los primeros minutos del documental La vida me supera (2019) parecen parte de una ficción bien lograda, un síndrome inventado para la época que nos ha tocado vivir, con la realidad de la migración masiva, el recrudecimiento de la violencia y la esperanza, siempre humana, de encontrar refugio, alivio y dignidad fuera y muy lejos del lugar al que le llamamos hogar y que se convierte de un momento a otro en un infierno. Todo suena a una idea excepcional, hasta que no lo es. Hasta que la película se empieza a mostrar “real” y después de comprobarlo resulta, para nuestra muy amarga sorpresa que existe. Que el síndrome de la resignación es una enfermedad que sufren varios cientos de niños y niñas refugiados en Suecia, y cuyos primeros casos se han registrado en los últimos años de la década de los años noventa.
La historia, que dura apenas 40 minutos y que no profundiza demasiado en los testimonios que muestra, relata la forma en la que varias familias de refugiados, llegados a Suecia desde varios países de la antigua Unión Soviética y de otros puntos con conflictos internos, ven cómo los más pequeños de la familia dejan de comer, caminar, y moverse por sí mismos. Los niños y las niñas parecen estar en coma, sin estarlo. Los especialistas que han intentado explicar el porqué de este padecimiento coinciden en que se trata de la respuesta que el cerebro y el cuerpo les da a los menores cuando sienten o son conscientes de la posibilidad de ser deportados a los lugares en donde han sufrido eventos traumáticos de violencia. Una lección sobre los mecanismos que tenemos los seres humanos para sobrevivir. Y quizá, el inicio de una exploración sobre la salud mental y la respuesta de la vida a realidades tan complejas como las que vivimos actualmente en el mundo.
Life Overtakesme, su título en inglés, se puede ver en la plataforma de Netflix.
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