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Columna
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El ajedrez y la nueva geopolítica

El juego que inauguró en España su modernidad hace 500 años gracias a la emblemática aportación de la dama, como homenaje a Isabel La Católica, lleva tiempo en su punto de mira chino

Ilustración Máriam M.Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Con el primer movimiento, se abren ante nosotros 400 posiciones posibles. Después de 40, hay más opciones que átomos en el Universo. El ajedrez es, sin duda, algo más que un juego, pero el hecho de que esta metáfora del mundo, la vida, la guerra y tantas otras cosas sea tan apasionante no se explica solo porque cada partida sea única, como en una representación teatral. El maestro Sergio Negri lo describe como “un reflejo especular de otras realidades que lo exceden”, y tal vez por eso no sea casual que el nuevo campeón mundial sea el joven chino Ding Liren, tras derrotar impetuosamente al ruso Ian Niepómniashi en Kazajistán.

Los que saben de esto, como el genial Leontxo García, cuentan que dar un campeón de ajedrez al mundo no se improvisa. Por ejemplo, su implantación en China ha sido tardía. Prohibido durante la Revolución Cultural como signo del capitalismo decadente, China tenía su propio juego de estrategia, el Go, que comienza con un tablero vacío a diferencia del ajedrez, donde se disponen todas las piezas antes de la batalla. ¿No es una eficaz metáfora geopolítica? China quiere jugar fuerte en el tablero mundial y no es un accidente que impulsase en los 70 el proyecto Gran Dragón bajo la tríada “espacio, estructura y estrategia”. El juego que inauguró en España su modernidad hace 500 años gracias a la emblemática aportación de la dama, como homenaje a Isabel La Católica, lleva tiempo en su punto de mira. En apenas 50 años, ha sido capaz de dominar las competiciones internacionales, consiguiendo al menos una vez todos los títulos en todas las categorías desde 1991. Solo faltaba la jugada maestra para colocarse en la cima del que George Steiner describió como “el más profundo y menos agotable” de los juegos.

Dicen que Ding Liren ha ganado porque el noruego Magnus Carlsen no quiso presentarse: no estaba motivado para defender el título frente a alguien inferior. Y he aquí la segunda metáfora geopolítica, esta vez sobre Europa, el continente que un día encarnaron Odiseo y su amor por el riesgo. Al leer la noticia, conecté el extraño y elitista desasosiego del pobre Carlsen con un episodio de Libre, novela de la albanesa Lea Ypi. Cuenta en ella cómo, durante la desintegración del régimen comunista, su abuela pasaba cada 45 minutos a darle un vaso de leche. Había oído hablar de la “anorexia”, una nueva enfermedad capitalista, y “no tenía ni idea de cómo se propagaba ni por qué”. Resulta que existen patologías locales, como la melancolía de Carlsen, acaso el resultado de la arrogancia occidental. Después de ganar, el joven Liren dijo que ser el campeón no significaba ser el mejor. Y, sin embargo, no hay mayor aptitud de victoria que esa, la de quien quiere jugar y, como afirmó Ding, recuerda la lección de Camus: si no es posible ganar, intenta al menos resistir. Europa quizá no sea ya campeona de nada, pero hay una pregunta a la que, más pronto que tarde, habrá de contestar: ¿Tenemos la voluntad de resistir?

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