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Miguel Díaz-Canel
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hacia la reelección de Miguel Díaz-Canel

Las recientes elecciones legislativas abren el camino a la reelección del presidente cubano, pero lo hacen con varios síntomas de pérdida de popularidad

Rafael Rojas
El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, en la última Cumbre Iberoamericana.
El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, en la última Cumbre Iberoamericana.Mónica González Islas

Muy pronto, el presidente cubano Miguel Díaz-Canel cumplirá cinco años en el poder. Un poder subestimado por múltiples corrientes de opinión, favorables o adversas al Gobierno de la isla. Según muchos, Díaz-Canel sería un gobernante títere de la generación histórica o del núcleo duro de la élite militar y política cubana. Él mismo ha reiterado que su mandato está regido por la continuidad.

Las recientes elecciones legislativas abren el camino a la reelección de Díaz-Canel, pero lo hacen con varios síntomas de pérdida de popularidad. Con respecto a las de 2018, la abstención creció de 14% a 24% y el voto dividido o selectivo, es decir, no por todos los candidatos oficiales, pasó de 19% a casi 28%. Si a esto se suma el ascenso más leve de votos en blanco o anulados, es fácil concluir que, aunque la Asamblea Nacional conserve su monolitismo, la ciudadanía ha mostrado descontento.

Díaz-Canel comenzó a gobernar poco después del viaje de Barack Obama a la isla y la muerte de Fidel Castro, en 2016. La línea política que siguió su mandato fue trazada en el séptimo congreso del Partido Comunista, en abril de ese año, que puso frenos a la reforma económica impulsada por Raúl Castro en los años previos, que había facilitado el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba.

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Díaz-Canel llegó al poder en medio de un giro contrarreformista que alternaba la contención del sector no estatal de la economía, el incremento del control de la sociedad civil, el relanzamiento el eje bolivariano en América Latina y el ataque de los medios oficiales al “centrismo”, es decir, el reformismo cubano del periodo del deshielo obamista. Aquel giro, basado en un diagnóstico oficial sobre la capacidad “subversiva” de la normalización diplomática con Estados Unidos, fue el legado inmediato que recibió, de Fidel Castro, el nuevo mandatario.

La línea contrarreformista muy pronto tendría oportunidad de manifestarse en la redacción final de la Constitución de 2019, que dejó fuera del texto muchas demandas de cambio político planteadas en las consultas ciudadanas, como la de la elección directa del presidente de la república. El propio Díaz-Canel, electo de manera indirecta, acabó impulsando una Constitución alejada de varias expectativas transformadoras de la mayoría ciudadana.

Desde antes de la aprobación del texto constitucional, el Gobierno promovió una serie de decretos, como el 349, el 371 y la Ley de Símbolos Nacionales, que intentaron limitar la libertad de expresión en espacios públicos, medios de comunicación alternativos y redes sociales. La ofensiva de control generó conflictos entre el Ministerio de Cultura y la generación más joven de artistas cubanos, como pudo constatarse en el acoso del Movimiento San Isidro y la protesta del 27 de noviembre de 2020 en el Vedado.

Las restricciones a viajes y remesas adoptadas por la nueva Administración de Donald Trump, sumadas a errores en la política económica cubana, como la unificación monetaria y cambiaria de principios de 2021, en plena expansión de la pandemia del coronavirus, generaron una tormenta perfecta en la sociedad de la isla. La escasez, desabastecimiento y alzas en los precios de productos básicos, falta de combustible y cortes de electricidad se sumaron a un malestar creciente y generalizado que provocó que decenas de miles cubanos salieran a protestar en las calles los días 11 y 12 de julio de 2021.

La reacción inmediata de Díaz-Canel fue declarar que “la orden de combate estaba dada”, llamando a los “revolucionarios” a enfrentar a los “contrarrevolucionarios” en las plazas de los pueblos. El estallido social fue oficialmente interpretado como un acto de sedición incorporado a un intento de golpe de Estado promovido por el gobierno estadounidense y los medios y redes sociales de la diáspora de Miami y la oposición de la isla. Miles de personas fueron arrestadas en los meses siguientes al 11 de julio y más de mil han sido condenadas a penas que oscilan entre 5 y 30 años de privación de libertad.

En medio de los procesos contra los manifestantes, el Estado cubano dio a conocer un nuevo Código Penal, que aumentó a 24 los delitos por los que un ciudadano puede ser condenado a pena de muerte, e incrementó a diez años las penalizaciones por “intento de cambiar el orden constitucional” y por “financiamiento externo”, cargos que mediáticamente se imputan a opositores y activistas, sin que necesariamente se les de curso judicial.

A diferencia del Código Penal, un nuevo Código de las Familias, que flexibiliza derechos de las parejas del mismo sexo y profundiza el enfoque de género, fue sometido a referéndum a fines de 2022, obteniendo el apoyo de más del 66% de los consultados. Los dos códigos, el penal y el familiar, retratan de cuerpo entero el primer quinquenio de gobierno de Díaz-Canel: represión y control de la sociedad civil, avances limitados en derechos civiles y retroceso en libertades económicas y políticas.

En los últimos meses, el mundo ha visto escandalizado cómo cientos de opositores y activistas nicaragüenses son excarcelados y deportados. Ese tipo de canje, de prisión por destierro, se practica en Cuba desde hace décadas. Detenidos o procesados, como muchos de los que salieron a marchar pacíficamente en el verano de 2021, han debido abandonar la isla, como parte del mayor éxodo masivo de las últimas décadas. Tan sólo el año pasado, unos 270 mil cubanos habrían emigrado a Estados Unidos.

Si Cuba fuera una democracia, como sostiene la prensa oficial habanera, estos cinco años serían el tema central de debate en los medios estatales de la isla. En unos meses, el presidente deberá ser reelegido, por cinco años más, en la máxima jefatura del Estado cubano y, luego, en la del partido comunista único. Que esa reelección se dé por descontada, tras un primer quinquenio tan represivo y continuista, no podría ser mejor indicio de la falta de democracia en la nación caribeña.

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