Frenar el acoso escolar
El aumento de la violencia despierta las alarmas y exige una reacción concertada de las instituciones


El acoso escolar aparece involucrado en los tres intentos de suicidio que han conmovido a la opinión pública en los últimos días. A la tragedia de Sallent (Barcelona) se añadió el intento de suicidio de un chico de 15 años de La Ràpita (Tarragona) que sufría burlas y acoso a causa de su leve autismo. Tanto el instituto de Sallent como las autoridades educativas catalanas negaron en un primer momento que se hubiera producido el acoso escolar que después reconocieron. Y no era la primera vez que ocurría. A mediados de febrero se supo también que el equipo directivo del IES La Morería de Mislata (Valencia) había presentado la dimisión por la falta de recursos para afrontar los 15 procedimientos abiertos por conductas suicidas, autolesivas o violentas entre el alumnado.
Del debate que estos casos han suscitado emerge una evidencia clara: los centros educativos están desbordados por los efectos de un malestar emocional que se traduce en un aumento de los casos de bullying, autolesiones e intentos de suicidio. Cuando el porcentaje de alumnos con problemas supera una cierta proporción, se altera por completo la dinámica escolar y resulta mucho más difícil alcanzar los objetivos académicos. Pero ni los centros disponen de los recursos psicopedagógicos para hacer frente a esta situación ni los servicios de salud mental intervienen con la celeridad necesaria. La unidad creada en Cataluña para abordar el problema del bullying ha gestionado desde que se creó a mediados de 2021 un total de 1.590 casos. En el curso 2021-2022 intervino en 864 de los detectados y en lo que llevamos de curso son ya 430 más. Parecidos incrementos observan otras fuentes y encuestas.
Siempre ha habido casos de acoso escolar, pero la situación se ha agravado después de la pandemia. La diferencia con el pasado es que sus efectos son ahora más intensos y dañinos porque se prolongan más allá del aula y el patio escolar. Las redes sociales lo convierten en una forma de opresión envolvente y sin horario que persigue a la víctima día y noche. Es cierto que hoy existe una mayor sensibilidad social frente al problema, pero también se da una mayor vulnerabilidad de los adolescentes frente a este tipo de violencia. Muchos de los agresores son a su vez víctimas de un malestar emocional que canalizan volcando su agresividad en quienes perciben con flancos débiles o diferencias de cualquier tipo, desde las gafas hasta el color del pelo, la estatura o el peso.
Luchar contra el bullying requiere intervenir sobre los agresores con algo más que medidas disciplinarias para identificar las causas de un malestar que distorsiona la convivencia y engendra un dolor a menudo invisible hasta que estalla de forma irreversible. Pero también hay que actuar sobre el tercer elemento del acoso, los testigos, entre los que con frecuencia opera una especie de ley del silencio por miedo a convertirse también ellos en una nueva víctima del matón de patio o de las redes. Uno de cada cuatro escolares reconoce haber asistido a casos de acoso en su aula. El objetivo de lograr un clima de rechazo frontal a estas prácticas en los mismos institutos y escuelas requiere la implicación no solo del profesorado, sino de todo el alumnado.
El fenómeno está alcanzando unas proporciones que requieren algo más que protocolos de detección y directrices de actuación. Requiere formación específica del profesorado ante la complejidad de situaciones que nunca son claras y pueden llevar a la estigmatización del acosado, reforzar los servicios de salud mental para que den una respuesta rápida a las demandas de intervención y, sobre todo, dotar de más recursos psicopedagógicos a todos los centros educativos.
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