Arrogancia 4.0, la historia insostenible
Podríamos aprovechar estas fechas de nuevos propósitos para ir despojándonos de la esquizofrenia que nos ha instalado en vidas para consumir, cuando lo que deseamos es vidas para consumar
Ante un futuro plagado de incertidumbre, nuestra sociedad bascula entre dos narrativas contrapuestas: la primera pone el acento en un individualismo arrogante y la ley del más fuerte. El discurso alternativo, más disperso, se articula sobre la comunidad, la interdependencia y la confianza. Propone un desarrollo inclusivo y sostenible que nos salve a todos, empezando por el planeta.
Nadie representa mejor la era de la Arrogancia 4.0 que los magnates superestrellas digitales. Sus apariciones públicas exhiben un frenesí de brazos y cuellos reventones, pectorales marcados bajo ajustadas camisetas y americanas, trajes de astronauta o de esgrima. El cuerpo musculado es el contenedor de una masculinidad de macho alfa, acompañada de signos de destreza heterosexual (mujeres espectaculares; muchos hijos). Elon Musk practica el ayuno intermitente para mejorar su aspecto y tiene diez hijos de cuatro madres. Así son los nuevos iconos que inspiran la cultura brogrammer (brother + programador). Es un patrón de hombre blanco heterosexual, deportista, bronceado, con ropa de marca y gafas de sol. Líderes que —como señala Sonia Contera, física en Oxford— tienen como referente a Richard Feynman, uno de los padres de la bomba atómica, quien encarnó el mito del genio misógino en Silicon Valley. Genialidad consistente en doblegar a la naturaleza y a las personas con reglas simples y trascendiendo límites, mito que goza hoy de buena salud, cuando los estereotipos masculinos de dominación se han fundido con el nuevo hombre tecnológico. Leyenda muy alejada, por cierto, de las innovaciones reales que contribuyen a mejorar el mundo (como, por ejemplo, las vacunas), cimentadas actualmente en un pródigo y complejo enjambre de conocimientos en red.
En términos económicos, una porción del presente negocio de los gigantes digitales no se deriva tanto de la disrupción tecnológica como de la desregulación; de la falta de transparencia; del monopolio de datos, clientes y servicios, como mecanismo para dominar el mercado y moldear los comportamientos. Fuera del oasis normativo europeo, las huellas de la vida humana se han trocado en una mercancía que no nos pertenece y se utiliza con descaro para perfilar nuestro consumo, así como nuestras ideas, derechos, libertades, amores y odios.
Al tiempo, no pocos miembros de la cofradía arrogante se han orientado hacia la especulación financiera desde compañías (hasta ahora) altamente sobrevaloradas en bolsa, donde la búsqueda del pelotazo olvidó la función empresarial de explorar las enormes posibilidades de la tecnología para resolver los problemas de la vida que transcurre aquí y ahora. Otro rasgo no menor es la cultura de empresas abusonas, que practican la ingeniería financiera para mover sus beneficios a paraísos fiscales, porque las reglas —como los impuestos— son para los demás y mejor es pedir disculpas que pedir permiso. Siempre se puede enviar a los abogados a litigar.
Este tipo de empresas no persiguen resolver la pobreza ni la crisis climática, tampoco cultivar nuestro talento y creatividad. Ofrecen vivir en un mundo virtual habitado por mujeres y hombres artificiales, turismo espacial para megarricos o gadgets carísimos para el metaverso. Su alternativa al agotamiento de los recursos del planeta Tierra es prometernos vivir en Marte. Así, estos magnates superestrellas han acaparado la narrativa del futuro con una propuesta simple e integrada: ellos son el futuro. Lo grave es que pocos se atreven a cuestionarlos, por temor a que se les considere antiguos. No estamos ante la dicotomía entusiasmo/rechazo de la digitalización. Pero las propuestas tecnológicas desde la Arrogancia 4.0 conllevan más concentración de riqueza, autoritarismo y nefastos modelos de rol.
En el campo laboral, si bien las recientes —y probablemente futuras— pérdidas de empleo en el sector obedecen a causas múltiples y complejas, la Arrogancia 4.0 ha alcanzado su cénit con los despidos de decenas de miles de trabajadores por correo electrónico, mediante mensajes humillantes advirtiendo que hay que trabajar más —24 horas al día— con menos recursos y dormir en la oficina.
Nos venden el modelo de la meritocracia, pero en este club de chicos, el liderazgo pasa de mano entre hombres, con frecuencia amigos y compañeros de estudios. Bankman-Fried administraba FTX con unos pocos colegas desde un ático en las Bahamas. Las recurrentes declaraciones públicas a favor de la diversidad de género contrastan con la realidad. Entre los 20 magnates tecnológicos más ricos, solo hay dos mujeres: una viuda —Charlene Powel Jobs— y una ex-Mackenzie Scott Bezos. El porcentaje de mujeres no supera el 26% en la IA, 12% en aprendizaje automático, 6% en desarrollo de aplicaciones móviles o 10% en el establecimiento de los estándares del metaverso; de todas ellas la mitad abandona su empleo, siendo las culturas del sector el motivo considerado por las mujeres como la segunda barrera más importante —tras la maternidad— para su permanencia en el mismo. Y en ciertas empresas el día a día está repleto de bromas de mal gusto, conductas de acoso sexual y menosprecio de la capacidad de las mujeres —particularmente si son madres— de las razas no blancas, de gays y de lesbianas.
En términos políticos, la Arrogancia 4.0 es contagiosa, potencia la polarización y magnifica el rol de lo privado frente a lo público, debilitando la institucionalidad. Aunque nos intenten convencer de que estamos en una nueva democracia digital de libertad de expresión sin límites, el orden algorítmico modela los flujos de información, los espacios de deliberación y las fronteras entre verdad y mentira, interfiriendo en el desarrollo de la democracia y empujando hacia la autocracia.
Hay abundancia de pensamiento, políticas y activismo que se contraponen a este escenario apocalíptico y seductor, también desde una parte del sector tecnológico. Pero faltan narrativas y respuestas que articulen esa energía dispersa en torno a una concepción más abarcadora de la sostenibilidad de la vida, en sus facetas social, económica, ambiental, ética… y por supuesto digital. Es crucial interconectar causas, romper burbujas y reconocernos en un proyecto común en el que quepan todas las dimensiones de lo que hace la vida vivible.
Tenemos ya una agenda, la de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que incorpora aspiraciones compartidas de países, empresas, organizaciones y personas en esta dirección, dotándolas de cierta capacidad integradora. Dicha agenda se encuentra hoy en horas bajas y frente a una dramática reversión de años de progreso, lo cual hace urgente habitarla, actualizarla y enriquecerla con nuevos derechos, como cuidar y ser cuidado o los derechos digitales, para generar así unos ODS 4.0 revitalizados y con mayor apropiación.
Lo decisivo, sin embargo, es superar nuestras inercias, hechas de comodidad, indiferencia, miedo, impotencia y decepción. La Arrogancia 4.0 es un camino fácil y rápido. El de la sostenibilidad parece sencillo, pero es difícil de poner en práctica pues implica autotransformación y no ofrece réditos inmediatos. Pero situarnos en el frágil punto de equilibrio entre cuidar el presente y cuidar el futuro, entre lo individual y lo colectivo, no es una utopía. Requiere innovación, compromiso, movilización y conciencia crítica sobre nuestras contradicciones. Podríamos aprovechar estas fechas en las que circulan infinidad de corrientes de buenos sentimientos e intenciones para ir despojándonos de la esquizofrenia que nos ha instalado en vidas para consumir cuando lo que deseamos es vidas para consumar. Para ello, necesitamos potenciar agendas —individuales y compartidas a distintas escalas— sustentadas sobre todo en un irrefrenable impulso ético.
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