El regalo
Sabremos que lo único que nos gustaría recibir es lo que no nos fue ni nos será dado: seguir juntos para siempre.
Encenderemos el fuego temprano en la parrilla del patio. Miraremos los carbones arder, arder la leña, mientras conversamos al pie de la ropa para la soga que mi madre alzaba con una horquilla para que las sábanas no tocaran el suelo. Nos haremos bromas espantosas, nos diremos cosas hirientes que sólo a nosotros no nos hieren. Dejaremos pasar las horas como si el tiempo fuera algo que se puede perder, algo de lo que siempre hay más, como cuando éramos niños. Cuando haya caído el sol, dispondremos los vasos y los platos sobre una mesa de granito, debajo de las parras de la casa que nos vio crecer a todos, que vio morir a tres de nosotros: mi madre, mis dos abuelos. Tomaremos cerveza y vino blanco cerca de las higueras y de la planta de limón, a metros del cuarto donde dormíamos. Cada uno pensará en lo suyo: sus secretos, su doble fondo, toda esa vida que no sale a la intemperie, que no se comparte con nadie. Hay de todo allí: recelos, angustia, miedo, pánico, rencores. Pero nadie le echará la culpa de lo que es a lo que fue, de lo que sucede a lo que sucedió. Seremos, otra vez, como cada año, caballeros de una mesa redonda, gente más o menos vil, más o menos noble, que no se eligió pero que se quiere. Que está allí reviviendo fantasmas de navidades pasadas, oliendo en los jazmines de hoy los jazmines de toda la vida —los que ella cultivaba con asombro, los que se secaron apenas murió—, un grupo de disfuncionales que se adoran por lo bajo, en susurros, sin confesarlo mucho, entre los entresijos de la confusión, de los abrazos y los gritos, de las reacciones intempestivas, de la furia. Después, cuando terminemos de comer, buscaremos los regalos al pie del árbol y los abriremos diciendo qué lindo, qué sorpresa, muchas gracias. Pero sabremos que lo único que nos gustaría recibir es lo que no nos fue ni nos será dado: seguir juntos para siempre. Feliz Navidad.
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